lunes, junio 13, 2005

Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benitez 2004

Los herederos de Diablo

I. Entre zonas chinamperas, canales, inmensos baldíos, obra negra y cascajo de construcciones al vapor, se levantan asentamientos populares del barrio de Tulyehualco en la ciudad de México. De noche, asomándose a lo lejos desde los escherianos puentes peatonales del periférico, el alumbrado público parece un vidrio ambarino echo añicos dentro de un cuenco interminable.
A cualquier hora los convoyes de atestados microbuses se rebasan a velocidades temerarias que se anudan en ruta a Taxqueña, Xochimilco, Iztapalapa, los reclusorios Oriente y Sur o a zonas colindantes con el Estado de México. Pese a la estridencia de los estéreos y a los virulentos zangoloteos en las avenidas y las angostas vías de doble sentido, los pasajeros prefieren dormir o cavilar. Pocos cuchichean. En las calles sinuosas y sombrías, hediondas a combustible y estiercol de ganado, las bardas de adobe maquillan su grisura con grafitis y anuncios espectaculares que invitan a bailar a ritmo de sonideros y bandas de música tropical y grupera en algún rodeo, gimnasio o discoteca eventual. Bandabandabanda, gentebonita gentebonita deaquídeee Tulyehualco animan los MCs locales con ese tono pomposo y arrabalero que cada fin de semana festeja la identidad de sus barriadas.
Tulyehualco aún conserva embarcaderos entre avenidas y urbanizaciones terregosas donde se realizan festividades en honor a diferentes santos. Hay días, sobre todo en verano, en que el apeste en canales, baldíos y sembradíos sugiere un camposanto a cielo abierto. En ocasiones se debe a un perro despedazado.
A los colonos los identifica su origen rural. En los atuendos y pasatiempos de los más jóvenes se nota la influencia de una cultura carcelaria, hiphopera y de emigraciones a Estados Unidos. La simbiosis entre el campo y la ciudad ha vuelto temible el quietismo provinciano de la zona. La presencia de la policía es más incierta que ubicua ante la ley del talión de los barrios y pueblos en la periferia sureste.
Para un forastero que se interna de noche nos es difícil enfrentar miradas y conspiraciones esquineras cuyo desafío permanente vuelve insoportable la idea de desandar el camino de regreso.
II. El aviso es a través de una difusa red de conocidos de todas edades y ocupaciones en su mayoría híbridas del subempleo. Nadie acepta de buenas a primeras su interés en las peleas encubierto de estoicismo, hombría y jactancia propias al ambiente de los jugadores compulsivos. Impera la jovialidad, la labia y un afán por transmitir confianza en sí mismos para que los demás les entreguen la propia. No hay liderazgos asumidos ni mafias, pero sí una red de aficionados y profesionales que organiza funciones en billares, restaurantes, ferias y zonas residenciales de la capital y su periferia. Al parecer, el único argumento para la prohibición del espectáculo en la ciudad de México y el Estado de México es que ambas entidades cuentan con una ley de protección a los animales. En el caso de otros estados, ajenos a esta legislación, las suspensiones y arrestos se realizan bajo los cargos de evasión de impuestos locales y federales en apuestas ilegales, y la participación de menores de edad. Sin embargo, La complacencia policiaca y la elasticidad de las leyes menguan los castigos a los infractores.
III. La derrota y la humillación son consecuencia de una falta de casta, de trapío. Si la bravura no dan para más, no hay por qué condolerse de quien quizás estaría mejor muerto, de preferencia en combate. Como en la vida misma. Desde el siglo XVI, en Inglaterra, los antepasados del American pit bull, han sido criados y entrenados para demostrar su vitalidad destructiva. Primero contra toros y osos. La supresión de estos espectáculos por el parlamento fomentó modificaciones genéticas que buscaban adaptar la ferocidad de la raza a otro tipo de pruebas, más veloces. Por ejemplo, matar el mayor número posible de ratas en un mínimo de tiempo. En esta última categoría, los récords señalan a 1862 en una arena de Nueva Orleans, donde un tal Jacko dio cuenta de cien en una hora cuarenta minutos.
El Pit bull actual fue llevado a Estados Unidos a mediados del siglo XIX. Se le llama “deportivo” y lo único que justifica su existencia es satisfacer una interminable demanda de gladiadores. Su tamaño compacto se debe a las prohibiciones en las islas británicas a finales del siglo XIX, cuando las peleas se organizaban en pubs y bodegas y los dueños requerían de ejemplares fáciles de introducir clandestinamente o de ocultar a la policía. Durante muchos años, la raza identificó los valores del pueblo estadounidense. Tomás Alva Edison (por cierto inventor de la silla eléctrica) tenía como mascota a un Pit bull que luego serviría de logotipo a la compañía fonográfica RCA Victor. A México, los primeros ejemplares llegaron a principios del siglo pasado representados por la renombrada línea Colby, estadounidense.
IV. Las peleas profesionales representan altos ingresos para unos cuantos obsesionados con la cría y alimentación alta en vitaminas y proteínas. Los entrenamientos sobre todo en las semanas previas al combate, son dignos de un campo militar. Es en los “topones” (combates de entrenamiento) donde se mide si el animal tiene el gameness, es decir la competitividad, iniciativa y arreos para soportar el castigo. Las peleas terminan por lastimaduras graves, por retiro o muerte. El prestigismo, el “honor” y fantasiosas anécdotas compensan la inversión en un pura sangre después de que ha demostrado ser un ganador. Luego de tres triunfos se le considera campeón de categoría, con cuatro es “Gran Campeón”. El máximo son siete pues es difícil que sobreviva a más. Un cachorro importado y con pedigrí de campeones cuesta alrededor de quince mil pesos. Una línea de perros exitosa puede llevar el apellido de su criador. Para el día de su primer combate, dos años después como máximo, el dueño, conocedor de primeros auxilios veterinarios, habrá gastado cuatro veces lo que costó el perro. Sin embargo, la mayoría de los criadores y apostadores no profesionales se conforman con llevarlos a correr y alimentarlos en abundancia con lo que les permita su bolsillo. Un ejemplar sin registro ni control cuesta entre seiscientos y mil quinientos pesos.
La Federación Canófila Méxicana no reconoce la raza Pit bull, debido a ello en 1997 se creó la Asociación Mexicana del Pit Bull Terrier Americano. Su presidente, el abogado Erwin Alonso Martínez, puntualiza:
–Nosotros estamos en contra de los combates y creemos en la raza como un auxiliar del hombre en tareas de vigilancia, protección o simple compañía. Es muy noble e impronta. El responsable de la ferocidad del perro es el hombre en todos los casos. Los humanos somos virulentos y depredadores, así que no resulta difícil entender que hayamos hecho del Pit bull un modelo de identificación que responderá a las exigencias de su entorno.
“La vitalidad de la raza y su mística gladiadora la vuelven eminentemente urbana. Bien entrenado un Pit bull es como un revólver. Su cuidado y manutención es mucho más económico con respecto a otras razas. Las características de estos molosos (se les llama así por su configuración craneal) los vuelven ideales para la ciudad”.
–A la vista de todos es donde mejor se ocultan las cosas. –Continúa el también miembro de la Asociación Mexicana de Adiestradores de Perros –En casi cualquier parte de la ciudad se puede montar un “cajón”. No es un asunto de gente marginal, los profesionales se sienten orgullosos de su actividad, igual que los ganaderos de toros de lidia. Restaurantes, discotecas y residencias particulares se llenan de gente “respetable”: políticos, comandantes de la policía, artistas. A México vienen españoles, estadounidenses y chilenos a competir por cantidades muy fuertes. ¿Quién les va a prohibir que vengan con sus animales si cumplen con las normas fitosanitarias?
En los hechos, una pelea de perros no es más sangrienta que una pelea de gallos o una corrida de toros. Es nuestra percepción de la crueldad lo que vuelve más condenable a una que a las otras. A diferencia de los toros, mermados en sus capacidades aún antes de salir al ruedo por el estrés, pérdida de peso, diarrea y en ocasiones los buriles limados, lo perros llegan al cajón en inmejorables condiciones de salud. Pelean contra un igual en peso y edad y no son castigados con espadas, banderillas y lanzas. Tampoco llevan amarradas navajas. De la misma manera, su dueño pactará desde antes hasta qué nivel de desgaste llevará a su animal y de preferencia, evitará su muerte. Gallos y toros no gozan del afecto y compenetración con sus dueños como ocurre con un perro, sin embargo, la mentalidad es la misma entre los criadores: sus animales están hechos para morir en combate.
Los europeos han acuñado un término para el espectáculo: cinomaquia. En México a los criadores de perros de pelea se les llama “piteros” en referencia a la raza monarca. “Pitillero” es quien solamente los cría. Los hay en ambas categorías. Dependiendo de su importancia se programan los “quitones” (combates). Un criador y su perro ganador pueden representar a un barrio, una ciudad o a un país. Todo esto deriva en circuitos exclusivos, donde el sadismo es pasatiempo de gente adinerada.
No es raro escuchar historias de ejemplares que mueren desangrados luego de permanecer horas con las fauces trabadas del cuello del otro. Ni amputándoles una pata sueltan a su presa. La resistencia de estos perros los puede llevar a combatir hasta dos horas gracias a su anormal tolerancia al dolor por heridas mortales. No existe otro animal sobre la tierra capaz de igualar al Pit bull. El instinto de conservación hace que todos los animales, cuando van perdiendo un combate con otro ejemplar de su misma especie, se retiren o rindan. El dominante tiene mecanismos innatos que lo frenan instintivamente ante determinadas pautas de comportamiento del vencido. El Pit bull no. Según los expertos el poder de las fauces de un Pit bull equivale aproximadamente a trescientos kilogramos de fuerza de presión. Todo ello forma parte de la tradiciones, mitos, leyendas y rituales menores que sazonan la cotidianidad de subculturas emergidas de los linderos de lo proscrito. Pero la esencia del espectáculo está en la adicción a desahogos paroxísticos.
V. Al filo de la medianoche en las afueras de una bodega, la penumbra silente se presta para sospechar de quien sea (por algo le pasó lo que le pasó). Dentro hay veinticinco personas repartidas alrededor de seis perros. La entrada es gratuita porque es una reunión casi informal entre aficionados. Al final de un patio oscuro hay una puerta de acceso a través de un pasillo angosto por donde van y vienen sujetos como rebotados por la estridencia de la música en el centro del cajón y el tufo a orines de perro, trapo y humedad.
Usualmente, en combates profesionales los perros llegan a los encierros desde una noche antes para pesarlos, comprobar su edad, bañarlos con agua o leche y así evitar que se les unte en la piel cualquier clase de veneno o que lleguen cafeinados. Han sido alimentados con semillas de girasol que ayuda como coagulante. Además un veterinario les aplica un antidoping tomando muestras de saliva. En esta velada, carente de tales previsiones y servicios de emergencia, los invitados admiran y evalúan a los gladiadores como si estuvieran en una feria o en el galgódromo. Los arneses y correas de grueso cuero y estoperoles recuerdan el origen medieval de la competencia, pero hay un arnés que sintetiza el lenguaje de los tiempos: parece un chaleco antibalas adaptado a la fisonomía de un rotwailler. En total hay dos pit bull, otro rotwailler y dos cruzas dignas de las teorías lombrosianas del asesino nato: apariencia amenazante y desproporcionada, pelaje moteado y crespo, rabos torcidos y mirada estúpida. Se medirán contra alguno de los orgullosos pura sangre.
Se respeta una máxima dictada por la experiencia: entre chuecos no hay derechos. Y con honorabilidad hamponil se respaldan las apuestas, aún las de quienes no van más allá de simpatizar con un perro ya sea por su aspecto, fama o porque es de un amigo. Todo depende del dinero, la especialización de los criadores y el récord ganador de los combatientes.
Nadie tiene pinta de sospechoso más allá de lo que podría tenerla cualquier mexicano de bajo nivel socioeconómico. Como parte de una misma tropa, el cuadro clínico correspondería al del hampón abúlico, es decir, expansivo, ocurrente y sentimental, con códigos de lealtad sostenidos por el temor a la fuerza del otro; hábil para aprender las minucias de su entorno tracalero y egoísta. De pronto parece triste. Algo recuerda, algo lo culpa, alguien le recrimina.
Los dueños de las letales quimeras menospreciadas de antemano, apuestan algo más que dinero o una camada de los pura sangre: al fracaso de sus cruzas, o a que si éstas sobreviven, retirarlas como pies de cría y así proseguir con su lenta depuración darwinista de bastardos cada vez más feroces e imbatibles.
Dentro del ambiente, algunos gladiadores reciben un indulto. Abandonados a su suerte y fortaleza, sobreviven por algún tiempo con los riñones deshechos, causando lástimas, hurgando en basureros o adoptados por vagabundos, vigilantes o malvivientes hasta que llega la época de celo si es que antes no los ataca otro perro bravo. Entonces su instinto carnicero renace y ante la sorpresa de propios y extraños, descubren su pasado. No faltará quien los envenene si es que no mueren a pedradas, de un balazo o de las mordidas de su último combate.
VI. El dueño de Diablo, un hermoso pit bull azabache, se hizo del rogar durante semanas antes de aceptar el reto de otro pitero. Se conocen desde la secundaria y han mantenido de lejos su rivalidad.
Resulta comprensible la algarabía en el garito improvisado: todos ganan, aunque pierdan. En general, se juegan de doscientos a mil pesos, una camada por venir o un perro que no está en competencia esa noche. Casi espontáneamente los asistentes se cierran combados alrededor de los perros, que babean jadeando como asmáticos mientras los contienen de los cuartos delanteros. Momentos antes, bajo la supervisión de un representante del bando contrario, los perros reciben un baño con un chorro de manguera. Así se les acrecienta la ansiedad. Están deshidratados pues no han bebido agua durante días para evitar hemorragias incontrolables. Luego entran al palenque de espaldas para que no puedan verse. Pero el olfato no falla, saben para qué están ahí.
VII. La derrota será aceptada y las apuestas pagadas sin altercados. Algunos sujetos desearían que su reputación se equiparara a la de las bestias o sus dueños. Entre todos se reparten la cábula, el chupe, los cigarros y los insultos a los perros. Por una ventila en lo alto de un muro se filtran resonancias esporádicas de coches y sirenas. Esto pone en alerta momentánea la actividad en la bodega. La función anuncia a El Paco contra el Mochorejas, Miky contra El Beny y la estelar, a muerte: Diablo contra Tyson.
A una orden del árbitro los perros son encarados, cada uno en su esquina. Al mismo tiempo se apaga el sonido a la mitad de un rap del Cártel de Santa: Dónde están perros/ quiero verlos saltando/ Denme más perros/ quiero verlos gritando/ Quiero más perros. La explosión de furia apenas y da tiempo para que los gritos se fundan con los esfuerzos de los piteros por contener a sus fieras, retenidas de la piel del cuello. Lo que sigue es un remolino de sadismo espeluznante. Hombre y fiera emparejados con sus atavismos.
VIII. El dueño de Diablo ha traído dos de sus cachorros para apostarlos o venderlos. Se apoya en el récord invicto del semental. La madre aun no está lista para regresar a los encierros. El pitillero trae plastas de fijador en los mechones puntiagudos teñidos de rubio echados hacia atrás como si soplara un huracán. Fuma un cigarro tras otro. En la muñeca derecha luce un cronómetro negro de los que usan los deportistas extremos. Como a cualquier ganador, lo rodean lambiscones circunstanciales. Su novia aporta una emoción extra. Es la única hembra a la vista y presume sus curvas bajo una enorme chamarra negra abierta con capucha de Los Raiders de Oakland; es morena y ha estilizado su maquillaje, facciones y peinado igual que una Hentai de manga japonés. Un piercing en el ombligo asoma arriba de un entallado pantalón a la cadera. Altiva, sostiene en el regazo las crías. Ambos machos tienen un mes de nacidos. Uno atigrado y uno negro con el pecho blanco. Sólo ellos han recibido caricias o halagos. El padre irá por su quinta victoria.
Los combates previos no durarán más de una hora. Hay breves descansos acordados para que los perros recuperen fuerzas y se les limpie con agua las heridas. Son destrabados cuidadosamente de la parte posterior de las mandíbulas con un cuerno de chivo o una cuña de madera del tamaño de una estaca. Así se evita romperles los molares trabados cuando se niegan a soltar. Al final, rengos y con colgajos de pellejo y sangre coagulada, recibirán como primeros auxilios alcohol, mertiolate, aspirinas, limpias con trapos y reanimaciones enardecidas. Entre una pelea y otra hay treguas que parecen interminables en lo que se pagan las apuestas, se alista a los próximos contendientes, se diagnostica el estado general de los heridos y verifica el orden dentro y fuera de la bodega.
Los gruñidos frenéticos, con baba espumosa y el griterío ahogado apoyando al favorito aíslan la lucha por la vida en un cerco de furia donde nada fuera de éste importa. De ahí la cautela preliminar. No hay miedo, titubeos o gemidos de dolor. La furia homicida se refleja en los ojos saltones. Las armas dentadas buscan el hocico, las patas y el cuello. El agotamiento de alguno de los contendientes define el rumbo de la pelea. Alguien parece mordisquear un enorme caramelo macizo. Son huesos que se quiebran. El árbitro permanece atento para declarar el final. En casi tres horas han habido desangrados como para rellenar las caguamas vacías, pero a la mano, por si acaso. El ruedo manchado de rojo explica parte de la pestilencia de canales y baldíos no muy lejos del garito improvisado.
Cualquiera se preguntaría si en la sangre de algunos de los asistentes no circula algo más que adrenalina. Su comportamiento parece aletargado o con una ansiedad similar a la de los perros.
Regresa la estridencia musical, ahora de una plañidera banda norteña para darle un respiro a la concurrencia que espera el plato fuerte. En grupillos se comentan los detalles. Alguien propone seguir la pachanga en un teibol de Iztapalapa luego de la función.
La hentai guarda los cachorros en los bolsillos de la chamarra y ahora sigue el último combate pegada al novio, que azuza a Diablo. Ella no pierde detalle de las fauces y empuje que han puesto de costado a Tyson, una enorme cruza leonada y patilarga parecida a un mastín de reacciones mecánicas, como accionado torpemente a control remoto, incapaz de contrarrestar la agilidad del azabache. El pelaje de Tyson toma un tinte marrón lustroso con el desangrado que le brota casi todo del cuello.
–Ése, deme chance de separarlos –grita el dueño, sin doblegar su orgullo.
–Te chingas, ya habíamos quedado–. Contesta sin aspavientos el galán apretando el cigarrillo en la comisura.
Van de por medio dos mil pesos o los cachorros. Pero es el ímpetu asesino lo que no deja lugar para la conmiseración.
Ajena al griterío desaforado y procaz, la hentai mira indolente al dueño de Tyson. Luego, con los dedos índice y medio de su mano derecha, atenaza el Camel de boca de su novio y dándole largas chupadas, termina con la colilla. Luego regresa su atención a la agonía del derrotado y hunde las manos en los bolsillos de la chamarra buscando la suave calidez de los herederos de Diablo. Les transmite un mensaje: pueden sentirse orgullosos de su padre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Carnal J.M Servin,

Perdona el atrevimiento.
¡Pero qué buen escrito carajo!
A estas alturas las palabras sobran pero acabo de encontrar un buen pretexto.

Afortunadamente está moderado el sitio. No encontré otra manera de enviarte la siguiente nota del NYTimes: "Dogfighting makes a comeback to Afghanistan"

http://www.nytimes.com/2008/12/28/world/asia/28dogfight.html?pagewanted=1&_r=1&sq=dogfighting&st=cse&scp=2

Con admiración,
Luis V.
saeta.v@gmail.com