sábado, enero 29, 2011

Publicado en la Revista Día Siete no.542 (enero 2011)



¿Soy un hombre malo?

Soy un hombre malo
 A veces la vida nos asigna roles que no deseamos. Desde muy joven me hice el propósito de evitar convertirme en un guía moral de nadie y mucho menos en alguien que asume que sus opiniones tienen alguna importancia que trasciende al círculo de amigos más cercanos. Con los años he comprendido que lo que pienso y digo tiene la resonancia de un guijarro que se lanza al vacío. Al menos es lo que me demuestra habitar en un país donde la imbecilidad se aposentado como norma de convivencia. El vocerío de la amargura y la desconfianza, la arrogancia de las posturas intransigentes, vuelven casi imposible el diálogo sensato, para imponer juicios lapidarios embestidos de una pureza moral.
En tiempos recientes, como invitado a alguna presentación literaria, experimento un aire de hostilidad soterrada entre la concurrencia.  Compruebo de inmediato que funjo el papel de un ajusticiado a priori, por quienes acostumbran hacer de verdugos cada vez que expreso mi indisposición a cargar sobre los hombros las frustraciones de lo demás. Todo esto es una monserga que cada vez con más frecuencia me obliga a abstenerme de aceptar invitaciones donde se supone que hablaré de mi literatura, y no del deber ser del intelectual impoluto.
No importa que haga si no soy capaz de complacer la inquina de los amargados. Soy un tipo desagradable, un hombre malo en muchos sentidos, pues evito el menor intento de oprobio o humillación de parte de esos depredadores que atisban su odio gratuito de entre las nucas de los asistentes a un acto público. No tengo nada qué demostrarles. He sido juzgado de antemano, bajo el disfraz de una supuesta afinidad. Nada entiendo de quien se presenta como mi interlocutor para presumirme su desprecio.
Poco valen las precauciones ante quienes están decididos a obrar de mala fe. Me divierte despertar animadversiones por el solo hecho de que puedo disfrutar de la vida aún sin ser feliz. Pero me sostengo por mí mismo.
En sus Memorias del subsuelo Dostoyevski afirma que un hombre inteligente no puede en realidad convertirse en nada; sólo el tonto lo consigue. Y yo agregaría al amargado, al mezquino, quienes deberían entregar su odio a una causa más noble que el infundio. Parafraseando la misma idea de Dostoyevski, estoy obligado moralmente a ser, en lo fundamental, un individuo sin carácter. Eso es lo que soy, de otro modo, tendría que convertirme en un gladiador que tarde o temprano perderá la lucha despiadada contra quienes han decidido quitarme los únicos placeres que me quedan: hablar de lo que se me pegue la gana y elegir a mis amigos. 


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