martes, marzo 28, 2006

Mejor llamale al FBI (Nexos, enero 2006)


Hace unos meses mi hermano fue asaltado en Donceles, a media calle del edificio del Senado de la República. “Tamayo” es funcionario de gobierno y entre semana acorta su horario de comida para dedicarlo a la compra y venta de chácharas. Tiene larga experiencia en este pasatiempo. Gracias a él conoce bien la ciudad y sus tianguis de fierros. Desde su oficina cercana al cruce de Reforma con Insurgentes camina en mangas de camisa hasta al Zócalo y de regreso, para recorrer casas de empeño y negocios de equipos usados. Tiene un gesto arisco lleno de vida. Mide un metro ochenta y cinco y pesa alrededor de cien kilos, viste con estilo ligeramente norteño, en la calle suele usar lentes oscuros y ostenta su legado tapatío cuando apoya a las Chivas.
Ha cumplido dos años sin probar una copa luego de una borrachera que terminó en la sala de urgencias de un hospital del Seguro. Luego de doce horas de estar en observación salió a toda prisa por el pasillo. Una enfermera y un médico de guardia discutían con él. Llevaba puesta la bata de enfermo, sandalias, y le colgaba pinchada del brazo la manguera de transfusión de suero. Vámonos, éste lugar deprime, dijo indignado en lo que lo seguían boquiabiertos rumbo a la calle su familia y mis hermanos.
Su sobrenombre le viene desde niño por Humberto G. Tamayo, verboso y exagerado locutor con timbre de merolico, que durante las décadas de los cincuenta y sesenta se hizo famoso anunciando en radio “LechesantaBárrrbara, leche qué barrrbaraqueleche, lecheSantabárrrrrbara” y presentando en horario nocturno de televisión el serial “El FBIiiii en acciónnnn”.
Aunque a primera vista tiene pinta de agente de la policía, mi hermano es un sibarita bonachón y amiguero, pero tiene la vieja costumbre de defenderse de agresiones y de establecer jerarquías según la edad, el trato y la complexión física de la gente. Un mocoso enteco y desaliñado no le provocó ningún temor, aun con tatuajes y charrasca. Ha visto demasiados con los años. En el barrio donde vive abundan, algunos son sus vecinos y lo aprecian. Quizá por eso se confió mientras caminaba por Donceles.
No se me ocurrió preguntarle si traía puestos sus lentes oscuros aquél caluroso jueves a las tres de la tarde. Tampoco le pregunté si se ha fijado en la edad promedio y “modus operandi” de muchos de los rateros que operan en la ciudad.
Tamayo reaccionó al descubrir el arma oculta en el antebrazo. Tuvo la “ocurrencia” de soltar un golpe en la cara del asaltante luego de que éste lo abordara bajo el pretexto de confundirlo con un viejo conocido. Qué onda, güero, ¿ya no se acuerda de mí? Poco faltó para que la cabeza terminara en una de las tantas zanjas abiertas por las remodelaciones al Centro Histórico. Tamayo estaba encajonado entre la alambrada que impedía el paso a las obras y la cortina metálica de un negocio abandonado. Los trabajadores y los escasos peatones parecían gravitar a lo lejos, guarecidos del sol y el polvo en la acera contraria, como si el área ocupada por mi hermano y su agresor fuera parte de una dimensión desconocida. A sólo cinco metros había una brecha para cruzar a la calle de Marconi, pero para llegar hasta ahí había que vérselas de nuevo con el asaltante, quien ya se incorporaba decidido a contraatacar.
Al mismo tiempo, detrás de Tamayo aparecieron otros dos sujetos jóvenes con puntas afiladas. Lo sometieron entre los tres y después de despojarlo de doscientos pesos, la cartera de piel de cordero y un reloj chino, el primer asaltante se desquitó haciéndole una herida superficial que abarcó media espalda.
Le arrojaron a la zanja su tarjeta de débito y la credencial de elector. Chiflando y corriendo, huyeron por Calle del 57, donde por cierto se ubica el Puesto de Mando de Seguridad del Centro Histórico. Luego de vadear la alambrada para recoger sus plásticos, Tamayo regresó sus pasos hacia el Eje Central para bajarse el coraje entripado convenciéndose de su buena suerte, pues aún no había ido a cobrar una deuda por la venta de tres relojes a un “coyote”, viejo comprador suyo en la calle de Palma.
Llegó a Tacuba en busca de un bolero. Quería por lo menos limpiar sus botas de tierra antes de regresar al trabajo. Se sentía confundido entre el tumulto, de donde asomaban rostros azorados al toparse con un energúmeno que se abría paso mirándolos como a presuntos sospechosos en un separo a cielo abierto.
Ahí van Tamayo y sus recuerdos en blanco y negro. Al igual que nuestro hermano mayor, Pedro, pasa las tardes caminando de la mano de mujeres muy pintadas, robustas y en tacones. En cuanto las busconas agarran “novio” premian a sus acompañantes con un tostón para cada uno. Haciéndolos pasar por sus hijos confunden a las “julias” que levantan suripantas en Rivero y Toltecas, en mero Tepito. Ellos confían en que los vecinos no irán con el chisme y evitarán que se metan en problemas.
Han visto a su amigo “Cheque”, que apenas cumplió dieciséis años, entenderse con algunas de ésas señoras para entrar a los cuartos de una vecindad cercana. Cheque les ha contado generalidades de lo que ellos intuyen y les promete que cuando crezcan otro poco, él mismo les ayudará a descubrir lo que ocurre dentro de esos cuartuchos malolientes y muy visitados. Les da risa que Cheque haga todo mal: paga por lo que ellos cobran.
Al igual que Pedro, ese otoño de 1959, Tamayo cursará el turno vespertino del primer año en la única primaria de la zona, cerca del gimnasio “La Gloria”, en Avenida del Trabajo y Granada, la calle donde tres años después, en el 114 interior 15 de una vecindad, nacería su penúltimo hermano, al que con el tiempo le daría por viajar y escribir. Pedro ha tenido que esperar dos años porque no hay lugares suficientes en la escuela. No le preocupa, ya sabe sumar, restar y leer de corrido, le enseñaron sus hermanas y sabe que la escuela será más fácil que seguir ocultando a su madre cómo consigue dinero y su precoz atractivo con las mujeres.
Son los únicos niños en su calle que trabajan durante la mañana tirando la basura de los vecinos, de talleres y comercios mientras llegan las señoras que pagan por su compañía. No les da miedo viajar de “mosquita” en tranvías y camiones repartidores. En su vecindad los quieren por acomedidos y porque saben ganarse unos centavos que comparten con su madre siempre y cuando les quede algo para dulces o alquilar bicicletas. Son amigos de zapateros, peleteros, relojeros y de joyeros como su padre. Traen el pelo a rape para evitar el contagio de piojos, visten camisas de popelina, pantalón corto de peto y botines de agujeta remendados por el padrino de Tamayo, un zapatero en cuyo taller al lado de la vecindad de Granada, aquél pasó sus primeros años meciéndose en una pequeña hamaca mientras aprendía a correr y a hacer mandados. A las afueras de ese mismo taller, Tamayo presenció alguna vez cómo sangraba de la cara un sujeto que intentó huir con las ganancias del día. El padrino de mi hermano lo sometió a golpes luego de arrebatarle una “charrasca”. El ratero tuvo suerte: la policía llegó antes de que los vecinos lo lincharan.
De pronto, mientras cruzaba el Eje Central, el dolor hizo que Tamayo se llevara una mano a la espalda: se dio cuenta de que lo que creía sudor tras la camisa rasgada, era sangre. Fue a un cajero automático, extrajo sus últimos quinientos pesos y buscó un consultorio en la calle de López, donde el médico lo reprendió mientras limpiaba la herida:
–Ya ve joven, para qué se resistió.
–Sí verdad, la próxima vez vengo primero con usted para que me diga qué hacer y no tenga que pagarle la curación.
–Cálmese, se le va a subir el azúcar. Antes diga que no le quitaron las botas, están muy bonitas.
Mejor le llamo al FBI, pensó mi hermano al salir tomando al médico por imbécil cuando éste, al despedirlo, le aconsejó que denunciara el atraco en el ministerio público de la remozada Avenida Juárez.
Luego de bolearse las botas, Tamayo regresó a su trabajo, ardido y sudando como caballo, pasó el resto de la tarde con el saco puesto bajo el calor de oficinas sin aire acondicionado.

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