Viajar es tener fiebre. Esta frase inicial de la novela Infecciosa es contundente: la fiebre produce delirios, y éstos, por su ambivalencia perturbadora entre la realidad y el sueño, transgreden cualquier experiencia cotidiana. A partir de esta premisa un primer párrafo de 29 páginas crea una atmósfera de desazón que se mantendrá hasta el final de la obra.
El narrador está a punto de emprender un viaje sin fecha de retorno, por lo que decide pasar algunas horas en el departamento de una amiga mirando desde una ventana el horizonte inabarcable de la ciudad de México. La vista es una invitación para desentrañar los misterios de una identidad astillada. A partir de aquella primer frase casi epifánica que el hombre repite a su amiga (el viaje como enfermedad reveladora de una realidad alterna), el soliloquio en primera persona se convierte en una experiencia sensorial abundante en actos insólitos que otros encarnan. El narrador, sumido en la melancolía del alienado, comprende que el mundo que habita va hacia la ruina, no obstante inicia un viaje sin rastro visible y nos descubre una obsesión y delirios alimentados por la conciencia del anonimato y lo que éste puede significar como elemento de transgresión.
El desafío a las convenciones desde la construcción formal del relato, hasta las ideas de contundencia aforística que, con lucidez demoniaca, el personaje arroja como dardos venenosos, dejan muy claro al lector que no está frente a una novela “ligera”. En este mismo sentido Infecciosa tampoco es “divertida”. Su plataforma es el encuentro con personajes anónimos que se conectan entre sí mediante ecos, voces y supuestas identidades con las que el habitante de cualquier ciudad finisecular construye sus asideros con lo inmediato.
Como si fuera un juego de espejos rotos, el lector se sumerge en un universo construido en el absurdo, de acertijos escalofriantes y sin concesiones para seguir el desmadejamiento delirante de una trama de perturbadoras nociones temporales y espaciales, como parte de un viaje interminable por ciudades reconocibles en la geografía convencional (México, Frankfurt, Oviedo, Génova, Torino), pero ruinosas a la manera en la que Italo Calvino lo planteara en Las ciudades invisibles. Es decir, la obra literaria como un principio y un fin, un espacio donde el lector a decir de Calvino “ha de entrar, dar vueltas, quizá perderse, pero encontrando de cierto modo una salida, o tal vez varias salidas… debe tener una construcción, es decir, es preciso que se pueda descubrir en él una trama, un itinerario, un desenlace”.
Infecciosa podría identificar sus coordenadas de ruta en otras novelas como Ciudades de la noche roja de William Burroughs: un caleidoscopio de pavores y alegoría del poder total, de la omnisciencia del pensamiento único que utiliza el terror y la violencia sexual como instrumentos de control. Infecciosa insiste en el rasgo afín a las ciudades contemporáneas: estar enclavadas en la geografía del mal. El viaje como experiencia casi premonitoria. Un juego de espejos que remiten a la paranoia y a los registros del mundo interior del esquizofrénico. Es, tal y como lo plantea Calvino en la obra ya mencionada, la ciudad atemporal, la ciudad como refugio de la barbarie y la sofisticación del pensamiento, la ciudad como paradigma de la alteridad. La ciudad continua, uniforme, que va cubriendo al mundo. Como al Marco Polo de Las ciudades invisibles, al narrador de Infecciosa le importa descubrir las razones secretas por las que el hombre habita en las ciudades, razones que puedan valer más que todas las crisis.
En Lille, Francia, de espaldas el autor de Infecciosa acompañado de Yolanda Martínez. Adelante de ellos la investigadora de literatura mexicana Cathy Fourez y Guillermo Fadanelli.
Tal y como ya lo había explorado en sus novelas anteriores La pandilla cósmica y El vuelo, Sergio González Rodríguez propone una confabulación por decirlo de algún modo, de la otredad. Es el repudio y el azoro ante la violencia machista, y ante las diferentes manifestaciones de olvido e indiferencia que alimentan las ciudades modernas: “Comprendí que había cruzado una zona en la que mi cuerpo y mi mente se vieron sustraídos del minuto cotidiano y entré por breves minutos, acaso segundos que me parecieron minutos, en un pliegue o reverso del mundo”. Es la ironía ante el esnobismo cosmopolita del viajero que se pretende erudito. Pero es también una profunda inmersión al abismo del delirio y la locura. Infecciosa hace guiños al cine de Cristopher Nolan, como "Memento" y "El origen" con sus elementos de disociación de la realidad, la construcción de realidades alternas e incluso las discretas sugerencias al mundo de lo paranormal y de la abducción.
A caballo entre el thriller y la novela de ideas, Infecciosa es un metarrelato que acude a un Yo narrativo que se desdobla en otros Yo que hacen malabares con el tiempo y el espacio, como parte de un juego de espejos rotos que mediante su reflejo, anuncian la renuncia a la cordura. Uno nunca sabe donde termina la “verdad” en la construcción de la trama y dónde comienza el delirio del narrador que se diluye por momentos para dar voz a un Yo femenino que se convierte en un enigma más en este juego de disociaciones solipsistas.
Una prosa de relojería, contundente, nos muestra a un autor que hace del lenguaje la gran herramienta del movimiento perpetuo que como bien señala la contraportada de Infecciosa, busca a su poseedor idóneo. Destacan como elementos recurrentes la referencias al sueño y a la duermevela. Y una voz narrativa femenina que al final de la trama cobra una fuerza inusitada y se convierte en un elemento de violencia sofocante que casi llega a extremos de lo hiperreal al enfrentarnos a las más crueles decisiones humanas. Una imagen kafkiana del viaje y de la figura del flanneur, refleja un universo encerrado en un laberinto de paranoia.
El sueño y la vigilia se entretejen como una red de presencias y situaciones que carecen de orden y sentido. Es un mundo de luces y sombras donde todo es aparente. Y aquello que conocemos como “realidad” se desdobla hacia una “no realidad”, a un mundo de conjeturas y de umbrales que hay que cruzar.
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