Extracto del reportaje novelado que aparece en el Libro Rojo (continuación) Tomo II, coordinado por gerardo villadelángel y publicado en 2011 por el fondo de cultura económica
José
Valentín Vázquez Manrique, alias José Izquierdo Domínguez o José Manrique
Vázquez o Sergio Montes de Oca y finalmente Pancho
Valentino, fue un ministro del demonio. En su biografía abundan el
melodrama y los desplantes de justiciero popular, pero ello no lo hace
encantador. Ni a la justicia ciega. Como hampón de poca monta, Valentino nos permite mirar al pasado
sin suspiros nostálgicos. No bastaba su condena al infierno. El populacho,
fatalista y mocho, pedía la pena de muerte para el Matacuras, abolida en la capital por el presidente Emilio Portes
Gil en 1939.
La crónica policiaca de la época, reverente, folletinesca e
ingenua, nos permite apropiarnos del horror bajo formas admisibles. Pancho Valentino profanó las leyes de
Dios y de los hombres invocando a la provocación y al escándalo. Su historia da
cuenta de un arrepentimiento fingido en un entorno donde la certeza yace bajo
el cascajo de la culpabilidad colectiva. Pancho
Valentino expuso la progresiva disolución social de un país abismado en sus
mentiras. Y ha conseguido que el tiempo lo purifique.
Fue un protagonista de las verdades sutiles y formó parte
del delirio estridente de los cautos.
Antecedentes
Durante
la Navidad de 1956 dos mil policías vigilaban la ciudad de México, una urbe de
casi cinco millones de habitantes. La ola de crímenes era tan intensa como hoy
en día, pero resultaba más fácil ubicar los bandos. Las redadas eran
frecuentes. Las barriadas y centros populares de reunión fueron los lugares
preferidos para que la autoridad, enarbolada por Ernesto P. Uruchurtu –remedo
gazmoño de J. Edward Hoover, director del fbi–,
aplicara su tolerancia cero.
El 24 de diciembre, en la iglesia de Nuestra Señora de
Fátima, ubicada en el número 107 de la calle de Chiapas, en la colonia Roma, un
sacerdote teatino sermoneaba al rebaño que abarrotaba el templo. El padre Juan
Fullana Taberner inspiraba confianza y ternura. Aunque nacido en Mallorca,
España, tenía la nacionalidad estadounidense, pues a los treinta y cinco años
había sido enviado por su congregación a Denver, Colorado. Radicaba en México
desde 1952. De complexión recia y hablar pausado, anteojos y pelo cano,
recordaba a José Mojica, el cura actor de melodramas de cine. Tenía sesenta y
cinco años. Era muy aficionado a los toros y se le había visto acompañado en
varias ocasiones del novillero Ricardo Barbosa Ramírez, de treinta y tres años,
con el que asistía a la plaza México y al que le llegó a dar dinero para que
adquiriera un traje de luces de segunda mano.
Barbosa Ramírez decía ser sobrino de José Moll, el otro
párroco de la iglesia que en 1955 le obsequió cinco mil pesos para que viajara
a Europa. Descendiente de portugueses ricos, Moll era un hombrecillo delgado,
modoso, pequeño y con talento de predicador. Siempre dispuesto a dejarse
estafar por Barbosa.
En la última banca del templo dos sujetos cruzados de
brazos, vestidos como para seducir a las beatas asistentes, observaban a
Fullana Taberner, a quien confundían con el padre José Moll, supuesto poseedor
de una enorme fortuna. Disimulados, echaban un ojo a las mujeres jóvenes,
recorriéndolas desde la punta de los tacones altos hasta donde desaparecía la
curvatura de los traseros disimulados por los abrigos de invierno. Las
imaginaban arrodilladas frente a ellos y tan contritas rogando por sus favores
como parecían estarlo en sus rezos.
Pasadas las ocho de la noche, la misa terminó. Confundida
entre los fieles, la sospechosa pareja abandonó el lugar y, según testigos, al
igual que en otras seis ocasiones rondó por la cuadra.
Pancho Valentino nació en Pachuca, Hidalgo en 1919. A sus treinta y ocho años era
fornido, de estatura media y voz ronca. En 1950, cuando otros a su edad piensan
en el retiro, apenas destacaba como luchador profesional en arenas de
provincia. Influido por su amigo Ricardo Barbosa Ramírez, subía al ring
ataviado con una casaquilla de torero. Ganaba con cierta frecuencia gracias a
su técnica, fortaleza, carisma y a su cada vez más popular “tope volador”,
espectacular salto ejecutado desde la última cuerda directo al pecho del
adversario. Sabía cómo enardecer a las multitudes, pero Salvador Lutteroth, el
máximo empresario de box y lucha del país, dudaba en respaldar lo que aún
prometía ser una redituable inversión.
Valentino sabía sacar provecho de su atractivo físico. Vivía de las mujeres, a
las que golpeaba. Durante un tiempo presumió a la bailarina Andrea van Lisum,
pero en agosto de 1952 pisó la cárcel luego de marcarle el rostro con una
navaja en el restaurante Hollywood de la calle de Basilio Vadillo. Salió bajo
fianza porque su ex esposa no levantó cargos.
Debido a sus antecedentes penales, que ya desde adolescente
lo definían como un sujeto peligroso e inadaptado, le fue negada la licencia de
luchador profesional. Deseaba vengarse del doctor Gilberto Bolaños Cacho, jefe
de los servicios médicos de la Comisión de Box y Lucha del Distrito Federal y
director del Tribunal para Menores, quien declaró que la medida se debía a su
“alta peligrosidad”.
Pancho Valentino era un observador social compulsivo. Mientras se veía por debajo de
los demás, su sentido de justicia lo ponía por encima. Cual prohombre, afirmaba
que nunca sería un sumiso. “Quisiera ser como los grandes patricios: Juárez [sic], Zapata, Villa, Obregón, Cárdenas y
otros que son los auténticos representativos de la Revolución.”
Tenía un hijo de cuatro años, José Manuel Vázquez Ordóñez,
que le fue arrebatado bajo embustes a su madre Josefina en Ciudad Juárez. En la
paternidad existe un componente de extrapolación emocional y afectiva tanto o
más importante que el biológico. Quizá por ello José Manuel era el único ser al
que Valentino profesaba amor
verdadero, a diferencia de sus otros tres hijos con diferentes mujeres, de sus
amantes y amigos. Ambos vivían en el hotel Terminal de San Antonio Abad, a unas
calles de la estación de autobuses Cuernavaca-Acapulco, en el centro de la
ciudad de México.
Desde 1938 Pancho
Valentino estuvo preso quince veces. Robo, lesiones, allanamiento de
morada, usurpación de funciones, violación y trata de blancas. En presencia de
jueces o policías, su madre, Rosa Manrique viuda de Vázquez, repetía entre
sollozos: “Debo decirle, señor, que siempre hemos sido muy pobres, pero
honrados”.
En la penitenciaría de Lecumberri conoció a su amigo íntimo
Pedro Vallejo, el México –“Me llaman
así porque le hago al baile y a la pachuqueaaadaaa”–, y al ex púgil Rubén
Castañeda Ramos, el Boxeador, quien
diecisiete años después, en la vecindad de Tepito conocida como El Paraíso, en
Fray Bartolomé de las Casas número 21, rehusaría participar en el asalto. “No
es mi arpegio”, dijo. El México tenía
nueve ingresos a prisión acusado de vagancia, robo, lesiones, trata de blancas
y homicidio.
Para 1956 el Boxeador
lucía avejentado por el alcohol y la mariguana. Su mirada extraviada, la bocaza
de labios pulposos ocultando a medias la dentadura incompleta y la nariz
embarrada en un rostro enorme daban nuevos bríos a la teoría del criminal nato
de Cesare Lombroso, padre de la criminología. Con tal carácter, a sus cuarenta
y tres años accedió a conseguir a “un muchacho decidido”, a petición expresa y
mediante un pago de setecientos pesos. Fue así como el 23 de diciembre Valentino entró en contacto con Pedro
Linares Hernández, el Chundo.
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