Mi padre había
perdido una pierna a causa de la diabetes y ahora tenía que usar una silla de
ruedas. Era diciembre de 1986. Yo tenía 24 años y Lucio 62, y pese a su
semblante un poco cansado, a ratos ausente, aún gozaba de vitalidad y ganas de
vivir como para desatender por completo las indicaciones del médico y, en la
medida de sus posibilidades, seguir llevando su vida como a él le gustaba.
Crudo, siempre tomaba por la mañana un Peñafiel de mandarina y todos los
días té de boldo para limpiar el hígado. Tenía una mirada curiosa, lista a
sorprender una trampa o una mentira. Más que expresar algo, su rostro parecía
absorber la paciencia de los demás para burlarse de ella. Su piel blanca, la
frente amplia coronada por unos rizos grises y castaños le daban un porte de
criollo que le ayudó a sostener la mirada a los españoles judíos con los que
hizo malos negocios.
Yo trabajaba como mensajero en Banco Somex, en Reforma, donde ahora se
encuentran las oficinas de la PGR. Aunque formaba parte del escalafón más bajo
de los empleados de la institución, mis prestaciones no estaban nada mal, en
Navidad incluían un arcón navideño y un aguinaldo que me volvía generoso a
conveniencia. Como la mayoría de la gente que me rodeaba, tenía la actitud de
quien incluso sin proponérselo, se hace cómplice del desvergonzado triunfalismo
de un gobierno que en aquellos años parecía que jamás dejaría el poder.
El caso es que había decidido gastarme una parte de mi aguinaldo llevando
a beber a mi padre a los lugares que él frecuentaba cuando las cosas le iban
bien, hacia ya mucho tiempo atrás. Durante cuarenta años mi padre tuvo su
taller de joyería en la calle de Palma y luego en el 57 de 16 de Septiembre, en
el centro de la ciudad de México. En 1980 cerró su taller, el oficio de joyero
se había venido abajo por la entrada de las grandes empresas que habían ido
reclutando en sus fábricas a artesanos y aprendices para que trabajaran a
destajo, se encareció la mano de obra, la joyería en serie inundó el mercado y
bajó los precios. Ya no había quien pagara por una pieza o una compostura
hechas a mano. Mi padre malbarató el mobiliario y su herramienta vendiéndolos a
los patrones judíos que lo sacaron del negocio, y sólo le quedaban recuerdos
biliosos que lo llenaban de culpas.
Tomamos un minitaxi de nuestro domicilio en Infonavit Iztacalco y con
todo y silla de ruedas nos enfilamos a la cantina La Giralda, en Motolinía casi
esquina con 16 de Septiembre. Lucio se había puesto sus mejores ropas. Guayabera, pantalón de vestir, sombrerito de fieltro tipo
flap top, chamarra de cuero de
solapas anchas y botines. Yo sabía que en el bolsillo del pantalón escondía una
de sus navajitas de muelle que lo hacía sentir protegido. Dados los niveles de
violencia a los que estábamos acostumbrados no sólo en nuestro barrio, sino por
toda la ciudad, no dejaban de darme risa las prevenciones de mi padre. Bandas
de asaltantes y pendencieros portaban armas de fuego y cuchillos largos y yo no
tenía ninguna intención de jugarle al valiente dado el caso. El dinero que yo
llevaba conmigo enrollado y oculto en el calcetín era probablemente menos de lo
que costaba la silla de ruedas y la navaja con mango de nácar. Una pareja de
ladrones huyendo con el botín y una silla de ruedas, mi padre tirado en el
suelo pataleando con su única pierna y yo gritando por ayuda mientras trato de
levantarlo.
En calzada
de Tlalpan, a la altura de San Antonio Abad se apreciaban las huellas del
terremoto de 1985: edificios aplastados, campamentos de damnificados. En el
Centro más recordatorios de la clase de gobernantes que tolerábamos: edificios
abandonados, baldíos, cascajo, basura, indigentes, ambulantaje y más
campamentos. Las calles apestaban a una desgracia mustia que había quedado como
testimonio de los miles de muertos, la destrucción y la incapacidad del
gobierno para hacer frente a una emergencia. Nació un paradigma de
participación ciudadana en la Ciudad de México. Yo había sido brigadista en
los rescates durante varias semanas y sí, hubo mucha solidaridad espontánea de
la población, yo fui parte de ello, pero también presencié rapiña, agandalle de
cientos de civiles, jóvenes clasemedieros sobre todo, que habían tomado el
terremoto como una oportunidad de diversión extrema y de salir de su
arrinconamiento social; funcionarios públicos, policías y soldados que
aprovecharon la tragedia para sacar tajada.
El taxi nos dejó en Madero y nos dirigimos de inmediato
a la cantina preferida de mi padre. Era una atmósfera de comerciantes españoles
adinerados, sastres y joyeros, coyotes del Monte de Piedad y leguleyos. Una
fauna variopinta con un olfato de sabueso para la trácala. Yo había crecido
tomando como algo normal que esa gente además de médicos generales y dentistas,
siempre tuvieran un tufillo alcohólico.
El cantinero y los meseros saludaron a mi padre con gusto y el viejo se
sintió de nuevo en sus dominios, si bien algo receloso ante los comentarios que
pudiera provocar su estado. Todos fueron a darle un abrazo, por Navidad, por
los tiempos idos, por el dineral que dejó mi padre en lugares así. En el casete
del estéreo sonaba José José. Todo era tragedia en él. Su película
autobiográfica coincidió con el terremoto un año atrás y nadie fue a verla. Soy asíiiiii. El gran crooner dipsómano y cocainómano, ídolo
de los oficinistas donde yo trabajaba. Bacardí blanco para estar a tono con sus
canciones. Eran apenas las cinco de la tarde y ya había algunos parroquianos
hasta las manitas de borrachos, abrazados unos de otros, babeando dormidos en
una mesa, hablando a gritos. Pese a todo, éramos orgullosos hasta la terquedad
y la mayoría creía que era cosa de suerte para darle un golpe de timón al
destino. Como mi padre, consumidos y empobrecidos, con pocas cosas de qué
ilusionarse a no ser con ganar la lotería.
Mi padre terminó su segundo Don Pedro con agua mineral y nos fuimos. Nos
faltaba saludar a Rosi “La Borrega”, propietaria de un taller de troquelado arriba
de donde ahora es el bar Pasagüero, en la misma calle. Empinaba el codo
durísimo la señora. Tuvimos suerte, ya se había ido a repartir abrazos a cambio
de apretujones y copas y no nos acompañó el resto del recorrido.
Por un momento en esa tarde calurosa, mi padre y yo habíamos dejado de
sentirnos culpables por llevar años peleando por el derecho a vivir con agua
caliente y fría, un excusado limpio, un techo y comida en la alacena.
Pasamos de una cantina a otra en la misma calle, saludando en todas a los
amigos de mi padre. “Oye Lucio, tu hijo no se parece en nada a ti.” Durante
horas, mi padre tomó con mesura sus Don Pedro “campechanos”, repartió abrazos y
recuerdos, un fuerte anecdotario de amargura, mordacidad y fracasos monetarios.
Poco antes de la medianoche un mesero de La Fuente, nos pidió un taxi. Le
preguntó a mi padre si yo iba bien para llevarlo a casa.
-Te ves peor tú y no has tomado- fue su
respuesta al lambiscón mesero que había recibido una generosa propina y ni así
me dirigía la palabra.
Llegamos a nuestro barrio lleno de colorido por
las luces navideñas en las ventanas, pero también por las torretas de las
patrullas que rondaban las calles principales. En un andador nos topamos con un
grupo de desconocidos. Tragué saliva, alerta, pero no se atrevieron a
talonearnos.
En casa no nos esperaba nadie. Hacía tiempo que sólo vivíamos ahí tres
personas. El fregadero estaba lleno de trastes sucios. Mi hermano menor se
habría ido a una posada.
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