jueves, enero 17, 2013

Publicado en la edición de aniversario del suplemento Laberinto de Milenio no. 500

Aguinaldo en silla de ruedas

Mi padre había perdido una pierna a causa de la diabetes y ahora tenía que usar una silla de ruedas. Era diciembre de 1986. Yo tenía 24 años y Lucio 62, y pese a su semblante un poco cansado, a ratos ausente, aún gozaba de vitalidad y ganas de vivir como para desatender por completo las indicaciones del médico y, en la medida de sus posibilidades, seguir llevando su vida como a él le gustaba.
Crudo, siempre tomaba por la mañana un Peñafiel de mandarina y todos los días té de boldo para limpiar el hígado. Tenía una mirada curiosa, lista a sorprender una trampa o una mentira. Más que expresar algo, su rostro parecía absorber la paciencia de los demás para burlarse de ella. Su piel blanca, la frente amplia coronada por unos rizos grises y castaños le daban un porte de criollo que le ayudó a sostener la mirada a los españoles judíos con los que hizo malos negocios.
Yo trabajaba como mensajero en Banco Somex, en Reforma, donde ahora se encuentran las oficinas de la PGR. Aunque formaba parte del escalafón más bajo de los empleados de la institución, mis prestaciones no estaban nada mal, en Navidad incluían un arcón navideño y un aguinaldo que me volvía generoso a conveniencia. Como la mayoría de la gente que me rodeaba, tenía la actitud de quien incluso sin proponérselo, se hace cómplice del desvergonzado triunfalismo de un gobierno que en aquellos años parecía que jamás dejaría el poder.
El caso es que había decidido gastarme una parte de mi aguinaldo llevando a beber a mi padre a los lugares que él frecuentaba cuando las cosas le iban bien, hacia ya mucho tiempo atrás. Durante cuarenta años mi padre tuvo su taller de joyería en la calle de Palma y luego en el 57 de 16 de Septiembre, en el centro de la ciudad de México. En 1980 cerró su taller, el oficio de joyero se había venido abajo por la entrada de las grandes empresas que habían ido reclutando en sus fábricas a artesanos y aprendices para que trabajaran a destajo, se encareció la mano de obra, la joyería en serie inundó el mercado y bajó los precios. Ya no había quien pagara por una pieza o una compostura hechas a mano. Mi padre malbarató el mobiliario y su herramienta vendiéndolos a los patrones judíos que lo sacaron del negocio, y sólo le quedaban recuerdos biliosos que lo llenaban de culpas.
Tomamos un minitaxi de nuestro domicilio en Infonavit Iztacalco y con todo y silla de ruedas nos enfilamos a la cantina La Giralda, en Motolinía casi esquina con 16 de Septiembre. Lucio se había puesto sus mejores ropas. Guayabera, pantalón de vestir, sombrerito de fieltro tipo flap top, chamarra de cuero de solapas anchas y botines. Yo sabía que en el bolsillo del pantalón escondía una de sus navajitas de muelle que lo hacía sentir protegido. Dados los niveles de violencia a los que estábamos acostumbrados no sólo en nuestro barrio, sino por toda la ciudad, no dejaban de darme risa las prevenciones de mi padre. Bandas de asaltantes y pendencieros portaban armas de fuego y cuchillos largos y yo no tenía ninguna intención de jugarle al valiente dado el caso. El dinero que yo llevaba conmigo enrollado y oculto en el calcetín era probablemente menos de lo que costaba la silla de ruedas y la navaja con mango de nácar. Una pareja de ladrones huyendo con el botín y una silla de ruedas, mi padre tirado en el suelo pataleando con su única pierna y yo gritando por ayuda mientras trato de levantarlo.
En calzada de Tlalpan, a la altura de San Antonio Abad se apreciaban las huellas del terremoto de 1985: edificios aplastados, campamentos de damnificados. En el Centro más recordatorios de la clase de gobernantes que tolerábamos: edificios abandonados, baldíos, cascajo, basura, indigentes, ambulantaje y más campamentos. Las calles apestaban a una desgracia mustia que había quedado como testimonio de los miles de muertos, la destrucción y la incapacidad del gobierno para hacer frente a una emergencia. Nació un paradigma de participación ciudadana en la Ciudad de México. Yo había sido brigadista en los rescates durante varias semanas y sí, hubo mucha solidaridad espontánea de la población, yo fui parte de ello, pero también presencié rapiña, agandalle de cientos de civiles, jóvenes clasemedieros sobre todo, que habían tomado el terremoto como una oportunidad de diversión extrema y de salir de su arrinconamiento social; funcionarios públicos, policías y soldados que aprovecharon la tragedia para sacar tajada.
El taxi nos dejó en Madero y nos dirigimos de inmediato a la cantina preferida de mi padre. Era una atmósfera de comerciantes españoles adinerados, sastres y joyeros, coyotes del Monte de Piedad y leguleyos. Una fauna variopinta con un olfato de sabueso para la trácala. Yo había crecido tomando como algo normal que esa gente además de médicos generales y dentistas, siempre tuvieran un tufillo alcohólico.
El cantinero y los meseros saludaron a mi padre con gusto y el viejo se sintió de nuevo en sus dominios, si bien algo receloso ante los comentarios que pudiera provocar su estado. Todos fueron a darle un abrazo, por Navidad, por los tiempos idos, por el dineral que dejó mi padre en lugares así. En el casete del estéreo sonaba José José. Todo era tragedia en él. Su película autobiográfica coincidió con el terremoto un año atrás y nadie fue a verla. Soy asíiiiii. El gran crooner dipsómano y cocainómano, ídolo de los oficinistas donde yo trabajaba. Bacardí blanco para estar a tono con sus canciones. Eran apenas las cinco de la tarde y ya había algunos parroquianos hasta las manitas de borrachos, abrazados unos de otros, babeando dormidos en una mesa, hablando a gritos. Pese a todo, éramos orgullosos hasta la terquedad y la mayoría creía que era cosa de suerte para darle un golpe de timón al destino. Como mi padre, consumidos y empobrecidos, con pocas cosas de qué ilusionarse a no ser con ganar la lotería.
Mi padre terminó su segundo Don Pedro con agua mineral y nos fuimos. Nos faltaba saludar a Rosi “La Borrega”, propietaria de un taller de troquelado arriba de donde ahora es el bar Pasagüero, en la misma calle. Empinaba el codo durísimo la señora. Tuvimos suerte, ya se había ido a repartir abrazos a cambio de apretujones y copas y no nos acompañó el resto del recorrido.
Por un momento en esa tarde calurosa, mi padre y yo habíamos dejado de sentirnos culpables por llevar años peleando por el derecho a vivir con agua caliente y fría, un excusado limpio, un techo y comida en la alacena.
Pasamos de una cantina a otra en la misma calle, saludando en todas a los amigos de mi padre. “Oye Lucio, tu hijo no se parece en nada a ti.” Durante horas, mi padre tomó con mesura sus Don Pedro “campechanos”, repartió abrazos y recuerdos, un fuerte anecdotario de amargura, mordacidad y fracasos monetarios.
Poco antes de la medianoche un mesero de La Fuente, nos pidió un taxi. Le preguntó a mi padre si yo iba bien para llevarlo a casa.
-Te ves peor tú y no has tomado- fue su respuesta al lambiscón mesero que había recibido una generosa propina y ni así me dirigía la palabra.
Llegamos a nuestro barrio lleno de colorido por las luces navideñas en las ventanas, pero también por las torretas de las patrullas que rondaban las calles principales. En un andador nos topamos con un grupo de desconocidos. Tragué saliva, alerta, pero no se atrevieron a talonearnos.
En casa no nos esperaba nadie. Hacía tiempo que sólo vivíamos ahí tres personas. El fregadero estaba lleno de trastes sucios. Mi hermano menor se habría ido a una posada.

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