La importancia del periodismo tabloide en las artes está más allá de cualquier justificación. El amarillismo, el escándalo y el rumor como armas de transgresión lo mismo han sido utilizadas por la prensa libertaria que por movimientos artísticos de vanguardia. Desde los panfletos editados por la comuna de París a los Dadaístas. El periodismo tabloide a nivel comercial vio la luz en Inglaterra allá por 1845. De ese entonces a la fecha, su impacto en la sociedad ha sido demoledor. En aquellos tiempos los editores, para destacar los sucesos sangrientos, utilizaban un papel diferente al del resto de sus publicaciones: el amarillo, de ahí que los acontecimientos mórbidos se los conozca por ese color.
El teórico alemán Beat Mazenauer dice:
Desde la invención de la prensa, los rumores, las falsificaciones y las mentiras son parte sustancial de ella. En el trasfondo se esconden intereses estratégicos de tipo político-económico, populista, ideológico, subversivo, irónico, artístico o para el entretenimiento. No hay libertad de valores. En el segundo decenio del siglo XX el austriaco Arthur Schütz divulgó los llamados Grubenhunde: noticias fingidas cuyo desenmascaramiento debía promover la desconfianza. El dadaísta Walter Serner en 1920, por el placer del esparcimiento, lanzó a la prensa el rumor de que durante el Congreso Mundial de Dadaístas en Ginebra (que no hubo) él habría disparado un tiro a Tristán Tzara. Orson Welles escenificó en directo historias de ciencia ficción sobre invasiones de marcianos, logrando en 1938 crear pánico entre sus oyentes. La mejor expresión de la imagen diluida de la realidad de hecho nos la ofrece en la actualidad el Internet. Es el medio de los rumores, la olla de rumores por excelencia. En ningún otro lugar se puede diferenciar menos que nunca entre realidad y posibilidad.
Otro alemán, Christoph Türke dice que
No es que antes de los tiempos modernos no se percibiera lo extraordinario. La fascinación que ejercían sobre los individuos o las colectividades las tormentas o los terremotos, los sacrificios humanos o los excesos sexuales, la fascinación que los hacía temblar de miedo o de deseo, es antiquísima: es la forma primitiva de lo sacro. Parte de ella pervivió durante siglos en los juegos de los gladiadores, en las ceremonias solemnes de quema de herejes o de brujas, en los carnavales o en las corridas de toros. Pero a la zaga del desarrollo de la moderna sociedad industrial, la percepción de lo extraordinario ha sufrido una transformación fundamental.
El mercado siempre ha estado rodeado de un halo de espectacularidad. Donde hay un mercado hay mercaderes, pregoneros y charlatanes, hay la imperiosa necesidad de ensalzar las mercancías propias como si fueran cosas extraordinarias. El brillo de lo extraordinario forma parte de la presentación habitual de las mercancías, como el ruido de las herramientas forma parte del trabajo. Los personajes, sucesos y productos más fascinantes, los más llamativos, los más horribles, adquieren en el mercado algo de aquel carácter de rareza absoluta que cada mercancía reclama para sí.
Para el periodismo “serio” lo que valida la información es el prestigio de la fuente, dando por entendido que con base en éste, la noticia ocurrió tal y como el informante nos lo dice, o sea, “objetivamente”. Sin embargo, la noticia como hipérbole delata un hecho incontrovertible: la información en sí misma a nadie interesa. Muchas veces aquella se maneja tramposamente, con mañas y en tono condenatorio, de tal manera que el discurso se convierte en un largo túnel directo al purgatorio donde unos pagan sus culpas y otros nos muestran cómo llegar al cielo. Como ejemplo inmediato tenemos la campaña de exterminio masivo de Estados Unidos en Irak. ¿El hecho de agrandar las cosas, de deformarlas, significa que no son lo que son? ¿Y qué son?: pues eventos reciclables, manipulables que finalmente se van a la basura junto con la memoria colectiva.
En sus Memorias, el periodista Victoriano Salado (1867-1931) escribe que Manuel Caballero (1849-1926) considerado por consenso el primer reportero de México, fundo en Guadalajara El Mercurio Occidental en el cual
publicaba las cosas más graciosas, sensacionales, escalofriantes tristes y alegres que allá se han dicho. Su información sobre el asesinato del excelente y malaventurado gobernador Ramón Corona hizo subir su periódico, de manera descomunal, para provincias. Y uno de los arbitrios en que discurrió fue divertido: hizo que un muchacho que daba vuelta a la rueda de prensa pusiera la mano empapada en tinta roja en todos los ejemplares que salían a la calle.
El pueblo muerto. El pueblo asesinado. Víctima y victimario implacable de él mismo. Neurótico, oligofrénico e ignorante. El pueblo atropellado por el progreso o macheteado por el atraso, la pobreza y sus atavismos. El pueblo bañado en sangre de heroicidad cuestionable. ¿Viva México?
México es un país tabloide. El luto como evento social y religioso forma parte medular de la cultura de este país. El devenir histórico de México y concretamente el periodo iniciado a partir de los sucesos ocurrido en 1968, se caracteriza por lo que llamaría “el asesinato de la Ilusión”. La clase en el poder elige insertarse en la modernidad aliándose del crimen organizado y con ello inserta a la población en una dinámica de disolución progresiva cuyos productos culturales se ven necesariamente contagiados de la anomia propia a una sociedad necrófila. Este proceso permite lecturas diversas del crimen como espectáculo y proyecto de Estado. Una de ellas sería la contracrónica policiaca, el fenómeno de los pasquines escandalosos y las imágenes forenses. La nota roja exhibe la serie entera de ilegalismos en unas luchas en las que se sabe que se afronta a la vez la ley y la clase que la impuso. No es el crimen, según Foucault, lo que vuelve ajeno a la sociedad al pueblo, a su base, sino que el mismo se debe al hecho de que se está en la sociedad como un extraño, de que se pertenece a una clase bastardeada. Es ingenuo pensar que las leyes y derechos se han decretado para todo mundo. Los reglamentarismos (la obsesión por reglamentar) aumentan el número de delincuentes. A partir de la nota roja como tradición, espectáculo e industria uno puede invertir el uso y los motivos del crimen, explicarnos y entender nuestro proceso histórico y nuestro lugar como individuos en el proyecto globalizador.
No podemos hacer a un lado el nivel ideológico que el periodismo policiaco ha cumplido como medio de comunicación y lo que ha representado para el control de la sociedad. Sin embargo, cuando el pueblo es exhibido sistemáticamente en su miseria económica y su degeneración física uno puede leer claramente quiénes son los responsables directos de la degradación moral de la sociedad. Revirtiendo los polos aparece la sombra de una clase hegemónica encumbrada sobre montañas de corrupción. El entrelineado de la nota roja nos muestra qué parte de responsabilidad debe atribuirse a la clase en el poder y a la sociedad entera. En suma, se despliega un verdadero esfuerzo para invertir el discurso monótono y melodramático, condenatorio e hipócrita sobre el crimen que trata a la vez de aislarlo como una monstruosidad y de hacer que recaiga su escándalo sobre la clase más pobre.
En lo grotesco de la existencia hay tanta vitalidad como en el boxeo o el arte más sublime. De nuevo, la contracrónica policiaca, proscrita, nos demuestra que es capaz de sensibilizarnos de la misma manera en que lo hacen las bellas artes. Los asesinatos más horrendos equivalen a la desesperación de un escritor cuando la genialidad no se aparece luego de esfuerzos desesperados por atraerla. Un buen libro equivale al crimen perfecto. La nota roja es un espejo de nuestro espíritu. Sin embargo, no somos una sociedad particularmente violenta, afirmarlo sería desconocer la historia de la humanidad. En México se suman patrones culturales, políticos y educativos que convierten al crimen en industria, lo que necesariamente incide en nuestra percepción de la realidad y genera en el mejor de los casos, discursos centrífugos que apuestan al presente como posibilidad de transgredir normas y reglamentarismos. En sí, la violencia y la criminalización de la sociedad han sido los mejores recursos encontrados por el sistema político para volverse necesario.
“En qué consiste ser periodista?”, preguntó Mark Twain a su primer director. “Qué necesito hacer?”. El director le respondió: “Salga a la calle, mire lo que pasa y cuéntelo con el menor número de palabras”. Twain había fracasado en todos los oficios en que incursionaba, y la respuesta de su director le tiró un salvavidas que lo convertiría en periodista.
Raymundo Riva Palacio da una definición pragmática y reduccionista de periodista. Según él, es alguien que ha tenido alguna o varias de las siguientes experiencias: haber hecho una guardia, haber cubierto el sector policiaco, haber sido regañado por sus jefes, haber perdido una nota, haber sido increpado por una fuente de información. Sin estar de acuerdo con él, pues su definición es esquemática y atendiendo a parámetros profesionales harto convencionales, suscribo su posición en cuanto que sólo quien vibra y se emociona cuando por primera vez su nombre rubrica una información (en nuestro caso, narración), y su estómago cosquillea nerviosamente cuando intuye que tiene una gran noticia (en nuestro caso el perfil y el tono adecuado para contar una historia), y sus ojos miran al mundo en forma de columnas, de imágenes y reacciones; está preparado para ejercer su oficio y desarrollar su vocación.
“Escribir bien es tan difícil como ser bueno”, dijo Somerset Maughan.
Qué, Por qué, Cuándo, Cómo, Dónde y Quien: el Pentálogo del narrador.
El buen narrador es enemigo acérrimo de lo intrascendente.
Introspección, observación, acumulación implacable de detalles.
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