martes, febrero 27, 2007

El artista del horror (publicado en la revista Dia Siete no. 342, febrero de 2007)

La foto macabra no es lo importante, sino entender lo que sucedió
El público que hoy admira la obra de “El Niño” Enrique Metinides (ciudad de México, 1934), es mucho más sofisticado que aquel que durante casi cincuenta años consumió enormes tirajes de publicaciones de las llamadas despectivamente “amarillistas”. Las fotografías de este artista adquieren un sentido histórico a la altura de los mejores documentos sociales. Desde 1948 y hasta 1993 el periódico La Prensa, y durante el esplendor del periodismo policiaco en las décadas de 1950 y 1960 los semanarios Alarma!, Zócalo, Prensa Roja, Nota Roja, Crimen y Guerra al crimen destacaron en primera plana las estrujantes historias gráficas de Metinides.
Semejante iconografía apocalíptica hoy se cotiza en importantes museos y galerías internacionales. La necrofilia y el morbo hermana la fascinación de todo tipo de público por aquello marcado por la fatalidad y la muerte en circunstancias extremas. “El morbo existe en todos: en el que lee la nota, en el homicida, en el reportero, en los mirones. Yo siempre quise hacer algo artístico, con más categoría, pensando incluso en la familia de la víctima, en su dolor, en su vergüenza”.
-¿Cómo se siente ahora que es reconocido mundialmente?
-Vas a hacer que se me levante el dedo. (Metinides mueve el meñique para mofarse de la gente nice). Si me dieran libertad haría dos o tres grandes exposiciones y varios libros. Podría seleccionar algunos de los negativos que me gustan y entonces sí verían lo que es mi trabajo. Hablo de catorce mil que tomé desde que era niño a razón de seis a diez rollos diarios. Y en La Prensa se quedaron con otras cincuenta mil fotografías.
Metinides tiene lo que el poeta Jacques Prevert diría del fotógrafo Brassai, un sentido para captar la belleza de lo siniestro. Todas las variantes sobre la forma de morir. Elija la que le guste, la muerte a nadie discrimina.
-Pero, ¿no se siente emocionado?
-Me da gusto que The New York Times me haya dedicado dos páginas centrales con motivo de mi reciente exposición en una galería del Soho. Dime, aquí ¿quién sale así? ¡Un reportaje a nivel nacional! Me acaban de hacer otro igual para una cadena de televisión en Miami, vienen a verme de todo el mundo, estoy en miles de páginas de Internet y me han entrevistado para medios europeos y latinoamericanos. ¿Tú crees que no me emociona? ¡Si no soy de palo! De niño quería ser piloto, pero una vez jugando con sus amigos subieron a la azotea de un edificio de seis pisos, los más grandes del grupo columpiaron a Metinides tomándolo de una mano y una pierna asomándolo a la calle. Desde entonces le tiene pánico a las alturas, por eso no viaja en avión. Ello no impidió que fotografiara casi doscientos accidentes aéreos de los que fue testigo luego del desastre. Metinides relata que un visitante a su exposición en una galería de Londres en 2003, le envió una carta donde preguntaba las especificaciones de su estudio: “Imagínate, estos cuates qué se creen. Me han inventado de todo, en España le dijeron a la gente que yo no había asistido a la inauguración de mi exposición porque estaba inválido”.

Periodismo es contar una historia en una sola toma
El hijo de inmigrantes griegos convertido en leyenda enumera capítulos de su novelesco anecdotario autobiográfico: la cámara Brown junior de doce exposiciones en blanco y negro y la bolsa con rollos de película que le regaló su padre cuando Metinides tenía ocho años, “con esa cámara tomé fotos de primera plana, si ahora me la dan, aunque sea nueva no podría, no sé cómo lo hice”; siete costillas rotas, abiertas en la cabeza, quemaduras, un infarto a los treinta y ocho años, maratónicas jornadas de trabajo, creador de las claves utilizadas por los servicios de la Cruz Roja y quien propuso que el color de las ambulancias cambiara del gris al blanco. Vive dentro de un edificio junto a una gasolinera similar a las casi treinta que fotografió en llamas. “Siempre he tenido miedo de morir quemado”, asegura.
En el departamento sin vista a la calle y protegido con gruesas cortinas, tiene dos enormes televisores con sistema de cable y equipo de grabación en la estancia y la recámara donde pasa horas grabando noticias de ejecuciones, decapitados, desastres naturales, accidentes mortales y atentados terroristas como el del 21 de septiembre de 2001 en Nueva York: “Ahí me hubiera gustado estar, ese evento era para mí”. El videoescándalo de Bejarano forma parte de la impresionante colección ordenada con la meticulosidad de un escoptofílico (quien siente el placer compulsivo de mirar).
Sin embargo, su departamento bien podría competir con Disney World como el lugar más feliz del mundo. Metinides vive entre colecciones de ranas de plástico, de porcelanas y de máscaras; un cuarto de trofeos y exhibición de más tres mil piezas de juguetes y objetos relacionados con los servicios de socorro, de una pared cuelga una placa de bronce de la sala de prensa de la Cruz Roja de Polanco que hasta hace poco llevaba el nombre del fotógrafo. Todo ello es parte del abigarrado y sorprendente mundo del “cronista de la tragedia”, quien repite incansable los mismos pasajes de su vida como el guión de una película escrita y dirigida por él llena de humor y dramatismo espontáneos. Su complexión menuda corresponde a un temperamento jovial y extrovertido. Es todo menos un intelectual. Los libros no forman parte del decorado de su departamento. Sigue siendo un niño prodigio que goza de la atención que recibe. “El Gordo” y “el Flaco” sonríen en vitrinas y repisas. Dos de sus enormes figuras en pasta reciben a los visitantes desde una banca a la entrada del departamento. Una atmósfera propia a una excéntrica celebridad nutrida por toneladas de cultura pop.

El fotógrafo tiene que actuar rápido, como si la cámara fuera una pistola
-A qué fotógrafos admira?
-Aparte del tal Weegee, de quien tengo por ahí un libro muy padre, no conozco muchos. Mis maestros fueron los fotoreporteros Antonio Velásquez “El Indio”, Benjamín Ruiz y Agustín Pérez Escamilla. Tomé mi estilo del cine y de las publicaciones policiacas. Recortaba las fotos y hacía álbumes que aún conservo. A los ocho años ya me apasionaban las películas de gángsteres. Mis favoritas eran las de James Cagney, él representaba al mafioso gringo en el mundo. Me iba solo a los cines del barrio donde yo vivía, en el mero Centro de la capital y me llevaba la cámara para retratar la pantalla. No salía nada, por supuesto, pero memoricé las imágenes y las trasplanté a miles de fotos, a muchas las llamé “Los mirones”: policías, delincuentes o curiosos, son parte de la historia. Todo está incompleto si ellos no están. La mirada es importantísima al momento de accionar la cámara. ¿Sabe como llegué a esa conclusión? ¡Por el cine! Y Me convertí en el director de mi propia película.
El efecto de sus imágenes es de un impresionismo cinematográfico, casi de ensoñación, lo cual arrebata la crudeza del horror a la escena.
-¿Nunca le tomó fotos a sus amiguitos?
-Más bien a niños presenciando un crimen o un accidente o que morían en uno de ellos. A la primaria me llevaba un bonche de “La Prensa” con mis fotos y se lo enseñaba a los maestros.
-¿Y no se alarmaban?
-Al contrario. Me llevaban con el director para presumirme.
-Y sus papás?
-Me dieron muchas libertades y aproveché el tiempo. Lo único que los hacía enojar es que anduviera metido día y noche en la Cruz Roja o en la estación de bomberos. Yo mandaba a revelar mis fotos a un laboratorio y las guardaba. Los policías del barrio me cuidaban y daban chance de tomar fotos incluso dentro de la delegación. A los doce años tomé mi primera foto de un cadáver: un degollado por el ferrocarril que pasaba por Nonoalco. El encargado del anfiteatro posó con la cabeza.
“Tomaba mis fotos desde los lugares más increíbles pero me moría de miedo. Una vez, ya de adulto, asesinaron a un sujeto y lo echaron a un barranco. Cuando llegué lo estaban subiendo, el muerto y el socorrista iban amarrados como piñatas, uno en la camilla y el otro abrazándolo. Entonces bajé corriendo por el barranco porque de otro modo no iba a poder tomar nada. Alcancé a agarrarme de un árbol, si no me mato yo también. Cuando acabo volteo atrás y me doy cuenta que había como medio kilómetro de caída. Me tuvieron que rescatar porque me paralicé de miedo. A veces me preguntaban “¿en qué helicóptero te subiste?”. ¿A poco no está genial? Un compañero del periódico me llegó a decir “traes pendejo al director con tus fotos, se las presume a todo mundo”. De todos modos esos malditos (sus amigos de infancia) me echaron a perder la vida. Los galeristas me han enviado boletos de avión con todos los gastos pagados para que asista a mis exposiciones y nunca voy, por eso en España inventaron que yo estaba en silla de ruedas. He pasado unos corajes del diablo.

Metinides es comparado con otra leyenda del fotoperiodismo urbano: Weegee, quien mitificó el Nueva York de la década de los treinta y cuarenta. Pero desde sus inicios Metinides buscó un ángulo especial que respetara el dolor de las víctimas y sus familiares, y evitar lo grotesco o evidente: “a mí no me interesa la sangre sino el drama de la vida. Yo le echaba muchas ganas y tratando de ser el mejor. Tenía idea de que mi trabajo era muy bueno, si no ¿por qué le daban tanta preferencia? Si hubiera sido por lo chamaco, ni chance hubiera tenido de entrar a Lecumberri y ganarme el respeto de matones peligrosísimos gracias a Carlos “El Indio” Velásquez (fotoreportero estrella de La Prensa, quien invitó al en aquél entonces niño de doce años, a trabajar como su asistente). En la penitenciaría estaba el forense, era del tamaño de un cine lleno de camas de granito y con el piso bien resbaloso de sangre. Parecía un rastro, pero de cadáveres”.
En Lecumberri Metinides conoció a Adrián Devars, fotógrafo de vedetes para revistas de la farándula. Usaba el forense como si fuera su estudio. Devars bañaba a los cadáveres que iba a retratar, los peinaba, arreglaba el gesto y a veces medio los vestía. Les ponía, recuerda Metinides, un ladrillo bajo la nuca para que levantaran la cabeza y cuando se podía mandaba pedir el puñal para acomodarlo en la herida. “Ai nos tienes a todos, celadores, empleados y fotógrafos, viendo trabajar a Devars. Era todo un espectáculo. El Indio y yo también íbamos a la estación de bomberos, y se había incendio nos subíamos al camión. Yo me agarraba de las mangueras para tomar fotos, o los bomberos me subían en hombros para que no me pasara nada y desde ahí disparaba mi cámara, por eso tengo escenas que nadie más conseguía”.

El luto como espectáculo
A partir de 1950 la industria cultural y del entretenimiento crean un mercado global alrededor de las paranoias y tragedias colectivas. En México, Las publicaciones de nota roja retocaban con color sepia las fotografías, pero en 1972 La Prensa, aprovechando sus altos tirajes, saldría a color y la censura oficial y moral exigía ocultar el color preferido de las desigualdades sociales. “A ver cómo le haces”, le dijo a Metinides el director de la publicación. Comenzó a experimentar: tomas de perfil al ras del piso para ocultar el charco de sangre y evitar el retoque, aisló el arma homicida y la mirada que expresaba la ira, el asombro o la impotencia ante la fatalidad. La narración visual del incansable fotógrafo se hizo más sugestiva sin perder impacto. El rojo se mantuvo como color proscrito. Metinides se convirtió en precursor de un estilo: “Se me ocurrió que podía hacer primeros planos con mi lente angular de 21 pulgadas. ¿A poco no está genial? Todo mundo me copió. En mi época el periodismo era más consistente, los reportajes se publicaban como si fueran novelas y los casos se seguían diariamente, no como ahora: hacen una sola fotografía toda descuidada con una notita de relleno y se olvidan del problema. Yo rebelaba mis fotos, las imprimía, editaba y cortaba lo que no me parecía. Inclusive de un negativo trabajaba dos propuestas. La mejor era la que se publicaba, muchas veces la escogía yo, hasta llegué a cambiarla cuando no me gustaba la que elegía el director. Tenía su confianza”.
Todo esto ayuda a explicar por qué un artista que apenas terminó la secundaria, forjado en el submundo del periodismo policiaco, ajeno al oropel de las bellas artes mexicanas que de todas maneras lo ignoraban o menospreciaban, gana entre otros premios una bienal de fotoperiodismo en 1996 y finalmente, a sus setenta y tres años, es considerado uno de los artistas visuales contemporáneos más sui géneris a nivel mundial. “El que mira la fotografía tiene que sentir lo mismo que los que estuvimos en la tragedia. Muchas veces busqué un rincón donde ponerme a llorar a escondidas. Incluso me ponía a hacer labores de rescatista en vez de tomar la foto o trataba de consolar a los familiares de las víctimas”.
Le indigna la incompetencia de las autoridades de la ciudad de México para combatir la delincuencia y gobernar. “No puede ser, es asqueroso lo que han hecho con esta ciudad. De la policía, ni fiarse, está llena de rufianes y panzones”.
Quienes se acercan por primera vez a sus impresionantes fotografías, encontrarán difícil de creer que este hombre bonachón haya presenciado tantos pasajes tenebrosos de la vida en esta capital. Metinides la ama y la odia con la misma intensidad. Con su retiro forzado en 1993, Metinides cerró una etapa de la historia de la ciudad de México. Hoy es más truculenta, despiadada e inabarcable. El artista del horror se volvió prescindible. “El periodismo se traga a sus hijos. Debo decir que guardo rencores, me duele mucho esa transa que nos hicieron a los cooperativistas de La Prensa para sacarnos y poderle vender el periódico a Vázquez Raña, que de periodista no tiene nada”.
-¿Qué consejo le daría a quien quiera convertirse en fotoperiodista?
-Que se dedique a otra cosa, porque en esto lo único que va a ganar son envidias y mala salud. Nadie le va a reconocer el esfuerzo.
-¿Hay algo más a lo que le tenga miedo?
-Sí, a salir de noche a la calle.

No hay comentarios.: