publicado en la revista Día siete 478, octubre 2009
A finales de los años sesenta mis padres solían llevar a su familia al Dinamo número cuatro, a las faldas de los bosques al poniente de la ciudad de México. Yo era el penúltimo de diez hermanos y no había uno de nosotros que renegara del día de campo entre pinos, un arrollo de agua limpia y olor a carbón de los puestos de quesadillas. Nos acompañaban los amigos de mis padres y sus respectivas jinais (así le decía mi madre a su prole y a la de sus amistades), cada una con entre cuatro y siete integrantes, la mayoría niños. Era una mezcolanza entre Rocco y sus hermanos y Nosotros los pobres. El largo y tedioso trayecto de ida y vuelta del primer cuadro de la ciudad lo hacíamos en autobuses urbanos repletos cuyo penetrante olor a diesel, me provocaban náuseas. A veces pienso que mi generación vomitó su infancia en esta ciudad tras la ventanilla de un “chimeco”.
Un domingo de tortas y tacos sudados que mi madre preparaba en casa y mantenía calientes en una canasta de mimbre recubierta de mantelillos de algodón, que luego servían para humedecerlos en el agua fría del arrollo y restregarnos la cara a los niños más chamagosos. Pulque, cerveza y cábula para los adultos, que a ratos jugaban con sus hijos futbol o escondidillas. Hombres urdiendo el negocio que daría para siempre un giro de opulencia a los paseos; sus mujeres en lo suyo, pendientes de que nada saliera de control mientras ellas hablaban de “sus cosas”, como le decían a ese chismerío de baja intensidad sobre alguien ausente. Todo ello ayudaba a afianzar los lazos filiales de la grey.
Pasatiempos sencillos como corresponde a gente orgullosa que sabe lo que significa vivir bajo zozobra.
Esta evocación me hace revalorar lo que mis padres entendían por “sacrificio”. En medio de tantas limitaciones se divertían al parejo de su prole del mismo modo en que le inculcaron resistir y pelear por nuestra sobrevivencia.
Busco la complicidad del lector con mi sensación de vacío y profunda rabia ante la realidad que padecemos. No me gusta evadir mi presente, pero poco queda para sentirse optimista. No quiero pensar lo que hubiera sido de mí y de mis seres queridos tal y como están hoy las cosas en el país. Habría altas posibilidades de formar parte de las miles de víctimas de este escalofriante territorio de guerra contra el narco, pobreza y epidemias, y de miles más procesados en reclusorios por delitos que aluden alguno de los diez puntos mencionados por el presidente Calderón en su último informe de gobierno. No hay promesa ni justificación que valga para un pueblo obligado a una zafia connivencia con la Hidra del poder.
Si mis padres vivieran.
2 comentarios:
Geniales memorias familiares e infantiles, y dolorosa pero pertinente reflexión la de la ausencia de los progenitores en tiempos tan jodidos. Mi infancia en el DF también atesora recuerdos de mis padres y sus amigos en divertidos, modestos y compartidos convivios de coperacha y bohemia. Quizá nos toca continuar la tradición pero a la 2009 [que no sé cómo sería eso exactamente].
Saludos!
Chingón texto, mi amigo! Un abrazo y postea más.
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