martes, noviembre 24, 2009

Trotsky, el camarada hereje (revista Día Siete 483. nov. 2009)


El 20 de agosto de 1940, en la ciudad de México, tuvo lugar uno de los magnicidios más dramáticos del Siglo XX. León Trotsky fue asesinado a sangre fría en su domicilio, con un brutal golpe de piolet asestado en el cráneo por Ramón Mercader, alias Jacques Mornard, militante del Partido Socialista Unificado de Cataluña y excombatiente de la guerra civil. Mercader viviría el resto de sus días agobiado por el recuerdo del alarido de su víctima al momento de recibir por la espalda el golpe mortal con el arma que el homicida había introducido oculta en su gabardina. Con ello dio fin la persecución al segundo hombre más importante de la Revolución Bolchevique, luego de que éste perdiera en 1929 la encarnizada lucha por el poder en la Unión soviética.
El juicio sumario había sido dictado en 1937 durante los procesos de Moscú. José Stalin quería eliminar a los opositores de su régimen, principalmente a Trotsky, acusado de ser aliado del fascismo. La ejecución tuvo lugar en el barrio de Coyoacán dentro de una casona lóbrega acondicionada como fortaleza por la propia víctima. El creador del Ejército Rojo y Comisario de Guerra había pasado diez años exiliándose en Turquía, Francia, Noruega y finalmente en México, a donde llegó en aquél mismo año de su sentencia gracias al asilo político otorgado por el presidente Lázaro Cárdenas y promovido por Diego Rivera, amigo de Trotsky.

El geniecillo berrinchudo
Lev Davídovich Bronstein nació el 7 de noviembre de 1879 en Yanovka, un pueblo meridional de Rusia. Fue el quinto hijo de una pareja de pequeños terratenientes judíos de clase media. Desde niño fue polémico y berrinchudo. Debido a su precoz activismo político la mayor parte de su vida sufrió encarcelamientos y deportaciones. A los diecinueve años la policía zarista lo sentencia a pasar cuatro años en la prisión de Odesa, en Siberia, donde contrae matrimonio con su antigua contrincante de un grupo de discusión marxista, Alexandra Sokolovskaya. Lev aprovecha su encierro para leer y escribir febrilmente. Bajo el seudónimo de Antid Oto publica en el periódico revolucionario Iskra, ensayos sobre política, arte y ciencia. En cierta ocasión un guardia le preguntó amenazante por qué no se quitaba el sombrero, como debían hacer todos los prisioneros cuando salían de sus celdas, a lo cual Lev respondió con otra pregunta “¿por qué no te quitas el tuyo?”. Ello dio como resultado una brutal golpiza, pero sus compañeros lo apoyaron con la misma actitud desafiante, logrando así condiciones de encierro menos opresivas. De esta experiencia el futuro líder revolucionario aprendió el valor de la rebelión y de la dignidad.
El seudónimo con el que se haría famoso tuvo su origen en 1902, poco antes de su liberación. El impaciente Lev abandona a su mujer y huye pero necesita un nombre falso en caso de ser atrapado, y escoge Trotsky, el apellido de un guardia de la prisión.
A partir de entonces comienza su transformación en orador poderoso y emotivo, aclamado por las masas pero incapaz de establecer relaciones duraderas de amistad. El rompimiento con Lenin se debió más a su temperamento que a diferencias ideológicas. Sus ideas provocaban admiración incluso entre sus enemigos. Fue un prolífico escritor de tratados políticos e históricos reconocidos por su prosa elegante e intensa. En sus aclamadas memorias Mi Vida, Trotsky asegura que de niño había soñado en convertirse en novelista. Tan intolerante como obsesivo e incansable, era un voraz lector de novelas. Luego de leer El Talón de hierro, publicada en 1918, le envía una efusiva carta a Jack London, en la que, entre otras cosas, confiesa:
“Este libro me ha producido -lo digo sin exagerar- una viva impresión. No por sus estrictas cualidades artísticas… Voluntariamente, el autor es muy parco en el uso de los medios artísticos... Sin embargo, no quiero con esto disminuir en nada el valor artístico de la obra… El libro me ha impresionado por el atrevimiento y la independencia de sus previsiones en el terreno de la historia.”
En estas líneas es posible vislumbrar la envidia por una obra literaria que logra transmitir mejor que un tratado teórico, la esencia de un estallido social.


El caudillo misógino

Trotsky fue el primer dirigente de la Revolución de Octubre que denunció sus excesos en el panfleto Las lecciones de Octubre. En 1936, publica La revolución traicionada, donde acusa a Stalin de coartar la naciente revolución y describe los crímenes cometidos en nombre del socialismo.
Aún hoy, Trotsky es considerado un hereje dentro de la misma doctrina comunista en todo el mundo. Para estadistas como Winston Churchill, no tenía ninguna traza de compasión, ni sentido de la dignidad humana. Sin embargo, para sus simpatizantes como Curzio Malaparte o Francois Mauriac, Trotsky poseía un talento insurreccional único, y superaba a Lenin en claridad ideológica.
Estas apreciaciones de primera mano permiten una breve aproximación al lado humano de uno de los arquitectos más polémicos de la historia del Siglo XX.
Trotsky simboliza la imagen noble del proletariado emancipado. Su perfil aguileño envestido con una gorra partisana, barbilla de chivo, lentes de intelectual y atuendo pulcro resultan inseparables del mito del caudillo revolucionario. No obstante, era iracundo y mordaz. Muchos de sus camaradas lo encontraban arrogante y superficial. No tenía amigos debido a un marcado complejo de superioridad que desarrolló desde la infancia. Los rusos llaman a esta actitud samoliubiy, la voluntad de lucir, las ganas de lograr algo.
Trotsky despertó odios inmensos y devociones incondicionales. Aunque en sus memorias afirma que no le interesaban las mujeres, la verdad es que su timidez ante ellas lo volvía agresivo y amenazador. En París conoció a Ivanovna Sedova, con quien se casaría en 1903 sin divorciarse de Alexandra, sin embargo, en su autobiografía apenas menciona a ambas.
Buena parte de la tragedia de Trotsky se debió a su intransigencia, pese a su intelecto privilegiado y poder de convocatoria, carecía de habilidad de negociación y conciliación. Tan profundas contradicciones entre el hombre y el ideólogo se manifiestan en la respuesta que Trotsky da a André Malraux durante una entrevista:
-Creo que la idea de la muerte es, ante todo, producto del uso. De una parte, uso del cuerpo; de otra parte, del espíritu. Si se logra que este uso se produzca de manera armónica, efectuándose al mismo tiempo, la muerte sería un fenómeno muy simple… No encontraría resistencia.
Y de hecho, no la tuvo aquella fatídica noche mexicana de 1940, pese a lo que Trotsky predicó en vida.

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