miércoles, marzo 16, 2011

Máscara de alfileres

El siguiente relato fue publicado en febrero de 2011 en la compilación sobre el tema por Delia Juárez para la editorial Cal y Arena. "Máscara de alfileres" es un extracto de una novela corta autobiográfica en proceso de escritura.








Esa noche llegué con novedades a casa:
-Conseguí trabajo.
Mi mujer me esperaba a cenar luego de que yo regresara de mis clases nocturnas de francés para adultos en una escuela pública. Llevaba ya dos años de casado y de arrimado con mi suegra. En pocas palabras jodido, sobre todo en lo anímico. Romance a la francesa con guión de Ismael Rodríguez.
Asistía a un salón de casi cincuenta estudiantes, chinos en su mayoría, y entenderles durante los ejercicios de expresión oral era por decir lo menos, exasperante: Bonyul, comjavá monsiul? Había algunos rusos y latinoamericanos cuyo principal problema era su indolencia y baja escolaridad. Todos aprovechábamos las conversaciones para indagar sobre la situación del otro como si fuéramos agentes migratorios. ¿Quesque tufé a Pari? ¿Tué maguié? Pero aprender el idioma valía cualquier sacrificio si quería hablar con alguien más fuera de ese amplio y sombrío departamento del Distrito XIII. El edificio formaba parte de un conjunto habitacional de interés social que el gobierno construyó poco antes de que iniciara la Segunda Guerra. En los sótanos había cavas pensadas como refugios antiaéreos y luego convertidas en bodegas de triques para los inquilinos. Vivía en un barrio repleto de jubilados que eran un ejemplo del aburrimiento y la soledad que acompañan una vejez pensionada y ociosa.
-Por fin, esperemos que ahora sí sea en serio- dijo mi mujer al recibir la noticia con un tono de alivio que llevaba una fuerte dosis de reproche. Ella aceptaba casi resignada nuestra situación, aferrada a las supuestas ventajas de vivir en Paris con los “beneficios” que otorgaba el gobierno a los pobres y desempleados como nosotros, pero dignos, convirtiéndonos mediante el mentado RMI (sueldo mínimo de inserción) en holgazanes y quisquillosos. Mi suegra hurgaba en las alacenas, aparentando como de costumbre, que todo estuviera ordenado y sin mermas no contempladas. Pregonaba una vida “austera” y de “sacrificios” pero no impresionaba a nadie, pues sólo la aplicaba a los demás vigilando nuestros consumos de agua, gas y luz sobretodo; casi a escondidas, despilfarraba el dinerito que le daba el gobierno como “ayuda” por su edad en remates de almacén, comida que se echaba a perder en el refri y material de costura como para remendar la ropa de todos los que pedíamos el subsidio en el barrio. A pesar de su amargura no dejaba de atragantarse de los postres que su novio a punto de jubilarse traía del lujoso restaurante donde trabajaba como maître. Era difícil que una mujer como mi suegra no aplicara en todo momento la ley del Talión, así que yo me mantenía alerta a sus embates. Madre e hija se odiaban y perdonarse mutuamente después de furiosas discusiones por cualquier nimiedad, era como huir del monstruo que surgía del abismo de sus vidas
En todo el tiempo que llevaba viviendo en París (el paradigma del bohemio aventurero) sólo había sido capaz de conseguir algunas chambas ocasionales como encuestador en los elevadores de la Samaritane, cuidando de tres gatos encerrados en un ático mientras su dueño viajaba por el mundo como guía de turistas, y dos noches como conserje en un hotel de paso cerca de casa. Dejé esta oportunidad porque mi suegra me advirtió que tendría graves problemas con el gobierno por aceptar trabajo “negro” (al margen de la ley), ¡y de un árabe! Lo peor de todo es que yo sí tenía papeles de residente legal y ni así conseguía un empleo estable y digno a los ojos de mi esposa y su madre. Cualquier oferta –así fuera como afanador en una tienda de mascotas- exigía minuciosas cartas a mano de “motivación” y résumés especializados con foto, o largas esperas para entrevistas de colocación con funcionarios de gobierno en las oficinas de empleo que actuaban como si evaluaran los grados de imbecilidad como preámbulo a un entrenamiento que podía durar meses.
La vida hay que inventarla para que no me aplaste el tedio, me decía todas las noches antes de dormir. Debajo de mi cama yacía un demonio que pegaba de patadas al colchón para impedirme un sueño tranquilo.
Sobra decir que mis aspiraciones de escritor estaban prácticamente vetadas de cualquier conversación. ¿Quién me creía yo? Mi suegra era una mujer amargada y cruel que sabía muy bien como joderle la vida a los demás. Durante el día se ganaba la vida como niñera y durante la noche maquilaba ropa infantil para una pequeña tienda de modelos exclusivos. TRACATRACATRACA. Nuestra habitación estaba al otro extremo del pasillo, y aún con el estéreo prendido no dejaba de filtrarse el susurro de mi pesadilla cotidiana. Todas las noches el ruido de la máquina de cocer, obsesiva, retadora desde la cocina, para que nos contagiáramos del insomnio incurable de la vieja rijosa. Era imposible estar en esa parte del amplio departamento sin la presencia de la arpía, que encorvada sobre su máquina apretando alfileres con los labios, se pasaba la noche y sus ratos libres cociendo con el sonido de la televisión o el radio como ambientación. Yo hacía lo posible por ignorarla, pero ella encontraba argumentos suficientes en los noticieros y talk shows para despotricar contra quien fuera. Discutía cualquier tema con la cerrazón de quien busca un oponente a modo, pero pocas veces logró engancharme como sparring. Su hija cumplía bastante bien con esa labor. Afirmaba, entre otras sandeces, que en la televisión pasaban puras cochinadas para que la gente estuviera metida en los bares. Qué más hubiera yo querido. Durante todo ese período de mi vida, tuve muchas pesadillas en las que dormía en mi cama con el rostro lleno de alfileres. Despertaba en las madrugadas gritando y temeroso de que mi suegra estuviera al lado.
Todo lo que había aprendido sobre mi comportamiento no me servía de nada. Era una incógnita para mí mismo y cada mañana saltaba de la cama como si hubiera una alarma de fuego en casa. Me veía obligado a mantenerme alerta para no caer en la desesperación absoluta. Pero tenía mucho tiempo para reflexionar y eso me ayudaba a tomar decisiones.
Buscar trabajo y mantenerme alejado de mi suegra eran mis retos cotidianos. La cosa es que un compañero de clases, Jeremy, un beliceño, también desempleado pero harto de no hacer nada durante el día, me había informado del trabajo. Su mujer lo mantenía con gusto, era una francesa de padres ingleses que conoció a Jeremy mientras ella hacía trabajo comunitario en Belice para una ONG. Tenía un muy buen empleo y hacía hasta lo imposible para que su macho exótico no la abandonara. Jeremy pasaba todo el día de vago y entrenando futbol en un equipo de emigrados de países de la Common Wealth. Un conocido de Jeremy, australiano, tenía un negocio de mudanzas y necesitaba un par de refuerzos de urgencia. Había que desempacar un menaje de casa proveniente de Boston, propiedad de una de las tantas parejas de gringos que llegan a radicar a París enviados por sus empresas. Aquella misma noche le llamé al tal Brian. Me citó al otro día muy temprano a unas calles del metro Ópera.
Brian me esperaba en la esquina de un bistro. Era muy alto, delgado, medio calvo y de semblante austero, como de monje; vestía un largo abrigo gris a tono con el helado y lluvioso mes de enero de 1999. Caminamos unas diez calles al oeste, en silencio. Ya no quedaba nada de esa euforia navideña donde toda la ciudad parecía un almacén de lujo. Brian y yo desprendíamos un tufillo a sudor y tabaco rancios, tan familiar a quienes no les preocupa su aseo frecuente porque sus rutinas no lo requieren. No sé como explicarlo, pero a pesar de que era pobre, no me faltaba nada. En una ciudad como París uno puede vivir de lo que los demás desechan. Ahí a donde iba, todo a mi alrededor aparecía sombrío y morboso. Y sin embargo, procuraba pasar el mayor tiempo posible en las calles. La vida en París me atraía inevitablemente: el clima voluble, sus mendigos bien comidos y altaneros, el porte de las mujeres en bicicleta o a pie, garbosas y aparentemente retraídas; el lujo de los aparadores, quedarme durante horas sentado frente al Sena. Tragedias misteriosas y tan solemnes como los parisinos parecían viajar bajo la corriente del río. Llenaba un cuadernillo con apuntes que al paso del tiempo tuve que reconocer que poco o nada me servían para armar una historia. Pero en esos descansos recuperaba la energía que muchas veces utilicé para justificar mis ausencias y confusión para enfrentar mi presente.
Una alarma antibombardeos el primer miércoles de mes, a mediodía durante diez minutos, recordaba a los parisinos la invasión nazi durante la Segunda Guerra; por momentos el perturbador aullido parecía recobrar su sentido primario y yo creía descubrir en los rostros de los más viejos por las calles la desesperación y angustia que yo sólo compartía en la búsqueda de un salario que me permitiera mantenerme a flote. De vez en cuando una cerveza en un bar donde se juegan apuestas por televisión. Bajo el pretexto de repasar tranquilo mis lecciones de francés, sobre todo durante el invierno, dos tardes a la semana visitaba la biblioteca del Centro Pompidou y leía cuanto libro encontraba en español o en inglés. Así me enteré por un danés al que le gustaba leer a Faulkner, que en Copenhague había clínicas psiquiátricas donde proyectaban películas porno todos los sábados por la noche, debido a que el personal comprobó que la violencia entre los pacientes disminuía al igual que el consumo de tranquilizantes. El danés no supo explicarme cómo habían llegado a semejante descubrimiento.
En fin, vuelvo a lo de la mudanza. El australiano parecía contrariado por mi compañía y evitaba la conversación enviando mensajes por su beeper. Llegamos frente a un edificio habitacional donde estaba estacionado un enorme camión de fletes. Recargados en las puertas de desembarco habían dos sujetos que por decir lo menos, resultaban peculiares aun en una ciudad como París. Se presentaron como escoceses. A ambos les escurría sudor por las sienes y vestían suéteres primaverales. Uno de ellos, del que no recuerdo su nombre, era muy alto y corpulento, con una espesa barba pelirroja y gesto solemne. El otro, vivaracho y sociable se presentó como Teasy, era uno de esos enanos frentones y de cabello rizado a los que la medicina define como de “talla mediana”: cabezones y musculados; y lo recuerdo bien sobre todo por su actitud charlatana, sus bermudas cuadriculadas, botas de estibador tipo militar y su risita permanente que por alguna razón me revelaba a un sujeto irascible y tramposo. Jeremy llegó al último, escuchando música en unos audífonos y aire de playboy anónimo. Brian y los escoceses eran de esa clase de gente desconsiderada, solitaria y dura a fuerza de fracasos, pero que se sentía bien así porque no conoce otro tipo de vida. Lo mismo daba una catástrofe ecológica, que un día esplendoroso, lo importante era aferrarse a una chamba rutinaria y terminar el día con algo de dinero para ir al bar y de putas. Es la tragedia del hombre de a pie: siempre parece estar de sobra en el mundo que habita.
Las cajas y muebles de todos tamaños venían numeradas y había que desempacar y acomodarlo todo tal y como lo indicaba un mapa de ubicación de mobiliario que Brian consultaba como si fuera la guía Michelín de los macheteros. Brian nos advirtió con tono serio a mí y a Jeremy que TODO era extremadamente caro y que no deberíamos descargar nada dentro del departamento sin consultarle a él. El pelirrojo y Teasy eran sus hombres de confianza y ya habían comenzado el trabajo. Había que subir por las escaleras a un cuarto piso pese a que el edificio contaba con elevador, pero era muy pequeño y lento, sin contar con que teníamos prohibido obstruir el ascenso y descenso de los inquilinos.
A medio día estaba molido y harto de un trabajo que Teasy y el pelirrojo realizaban como si consistiera en jugar rugby contra un equipo de bellas mujeres. Afortunadamente llevaba conmigo una dotación de aspirinas que robaba del botiquín de mi suegra. Cuando me tocaba ayudarle a uno de los dos con la carga, sentía que iba a vomitar el corazón. Por mi cuenta procuraba cargar cajas pequeñas y muebles decorativos como lámparas y mesitas forradas de plástico esponjado. Jeremy se había quitado la playera para presumir su musculatura de cañero, no paraba de hablar y en algún momento me comentó que tenía un ofrecimiento para actuar en una película porno. Lo único que me faltaba oír. Quizá sus atributos genitales eran la razón por las que su mujer soportaba a un tipo tan pagado de sí mismo. Brian lo amenazó en un par de ocasiones con despedirlo de inmediato si seguía haciéndose tonto en las escaleras o husmeando por el amplio departamento. Lo había sorprendido tirado en la cama. Teasy nos vigilaba de reojo y de pronto, con sus ojos vidriosos, de loco, le sonreía al pelirrojo con gesto malévolo. Iiiiiihehhhee. Teníamos el aspecto de animales apaleados pero dispuestos a más castigo. No fue difícil darme cuenta que los tres blancos estaban bien crudos, pero disciplinados, no se quejaron durante toda la jornada de nueve horas con sólo un breve descanso para el lunch.
El pelirrojo amontonaba cajas de cartón en el cubo de las escaleras, luego las desarmaba y a punta de codazos las doblaba hasta formar aparatosos bloques que sujetaba con cinta adhesiva antes de bajarlos a zancadas hasta el flete. Mediante su vigor solemne y fuerza bruta pretendía dejarnos claro quién era un verdadero representante de la clase trabajadora, cosa que a excepción de Teasy, a los demás nos tenía sin cuidado.
Luego de subir a duras penas un armario con el pelirrojo, me invadió una enorme depresión al verme atrapado en un fatigoso trabajo al que hubiera querido renunciar. Pero tan sólo de imaginarme las caras de mi suegra y mi esposa al enterarse, me llenaba de energía suficiente para entrarle a la fajina en la que me enlisté voluntariamente. Mientras bajaba las escaleras del edificio, para martirizarme más comencé a recordar cuántas veces yo mismo había hecho mudanzas para cambiar de domicilio. Unas veinte veces. Se supone que eso representa en el mejor de los casos un cambio por una vida mejor. Era un problema de familia que yo relacionaba incluso con algunos embargos por deudas de mis padres durante mi infancia. La diferencia es que los muebles se van para siempre y tú te quedas en un domicilio donde cada espacio agranda la vergüenza de haber sido derrotado por tu realidad. Mis padres habían emigrado de Guadalajara a la ciudad de México y en un lapso de dieciséis años se habían mudado de domicilio unas siete veces. Mis hermanos ni se diga. Uno de ellos vive como gitano de película (los que conozco de verdad son más sedentarios que un loro) y a sus cuarenta y pico de años no se le ve cuando pueda instalarse en algún lugar por más tiempo de lo que dura un contrato de arrendamiento.
En mi caso, había pasado de todo. Casi siempre empacar y desempacar ha significado apremios económicos, desazón ante el futuro, descalabros amorosos e incidentes chuscos, como en aquella ocasión en que me cambiaba de un departamento en el centro de la ciudad de México, a otro más pequeño, a unas seis calles. La mayor parte de la mudanza la hice con un diablito prestado. Durante uno de los viajes sorteando coches, peatones y a otros diableros que transportaban mercancía de esa agitada zona comercial, una mujer me esperaba afuera de su vecindad y me detuvo para preguntarme cuánto le daba por un colchón y un refrigerador viejos. Me había confundido con un ropavejero.
Mis recuerdos estaban llenos de impresiones fundidas de otras épocas que por más que me esforzaba, todas parecían calamitosas. Tantas mudanzas habían sido en parte, una manifestación de inconformismo sin mayores consecuencias, a no ser porque en conjunto, aquellas me habían llevado fuera de México para llenarme de experiencias muchas de ellas desagradables y absurdas, cuyo punto de partida había sido mi afán de ignorar todo aquello que opusiera resistencia a mis deseos. Después de tanto camino recorrido, ahora en París estaba en el mismo punto de frustración por falta de empleo y emocionalmente aniquilado.
Cuando al fin terminamos el pelirrojo, Teasy y yo estábamos bañados en sudor. No así Brian y Jeremy, el primero apenas y había subido algunas cajas livianas; a Jeremy todo le valía un carajo. Había ido a trabajar para no aburrirse en su cómodo estudio de recién casado cerca de Champs Elysèes.
Había comenzado a llover y el cielo parecía estar cubierto por una capa de ceniza que se desprendía en finas gotas que nos hacían ver aún más chamagosos. Brian invitó un par de cervezas y una tanda igual de whiskys en un bar cercano. Apenas entramos comenzamos a fumar como chacuacos. Teasy y el Pelirrojo se pusieron parlanchines y de buen humor, pero de plano me ignoraron. Yo me emborraché a las primeras recargado en la barra escuchando las fanfarronadas que Jeremy contaba a sus colegas de la Common Wealth para hacerlos reír. Me sentía exhausto y casi olvido preguntar a Brian si habría más trabajo y cuánto me iba a pagar por hora. Sacó un cuadernillo, revisó una tabla y dijo que me daría trescientos francos por la jornada y me pidió llamarle al otro día para acordar una fecha de cobro y dónde era la próxima cita. Sentí que el cielo se abría para mí y en cuanto me quedé solo en el bar pedí otra caña de cerveza. Hasta entonces me di cuenta que ni siquiera me había preocupado por enterarme de las condiciones del empleo.
Brian nunca contestó el teléfono. Sin embargo, durante días insistí pese a que estaba claro que me había transado. Acudí a Jeremy por consejo y se hizo el desentendido. No importaba, hubiera trabajado de gratis. Quería prolongar como fuera mi contrato verbal con el australiano, cualquier cosa era mejor que regresar a ese departamento de la rue Le Dantec y tener pesadillas por la noche de mi rostro enmascarado de alfileres.

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