(Publicado en el suplemento Laberinto de Milenio el 1 de octubre de 2011)
Vivimos una
época donde el discurso y los hechos se sustentan en lo banal. Los conceptos,
las conversaciones entre amigos, las sensaciones ligadas al miedo, a la alegría
o la tristeza. La escalofriante realidad que vivimos en México se ha convertido
en una cuestión de números, tablas estadísticas. “Bajas colaterales”. “Disculpe
usted”. “Este crimen no quedará impune”. Ajá.
No hace falta ser un especialista en ciencias sociales para darse cuenta
a través de la experiencia cotidiana,
que la indignación e impotencia de todo un país se han convertido en el chistorete, el gran negocio y
la respuesta fácil de unos cuantos. Al estilo de la abuelita que receta
“chiquiadores” y tecitos para todos los males, gobernantes, empresarios y líderes
sociales parecen abstraídos de los sacrificios, confusión y zozobra
generalizadas. Mediante eufemismos, declaraciones irresponsables y cínicas,
dándole el beneficio de la duda a autoridades incompetentes, repartiendo besos,
escapularios a diestra y siniestra, organizando peregrinaciones llamadas
“marchas”, se instaló entre el violento azar que vivimos un nuevo evangelio, el
de la mexicanidad new age.
No me sorprende así, la emergencia de escritores promovidos al cobijo de
padrinazgos, jugosos premios y adelantos, y calificativos de relumbrón en las
solapas de sus obras. Lo anterior no tiene nada de novedoso, pero hoy en día el
énfasis en el espectáculo y la comercialización, incluso de las tragedias
sociales, han puesto una gruesa cortina de humo escenográfico entre las obras
de ficción y sus lectores. De este modo se llena de obstáculos una apreciación
estética ajena a los intereses de una industria editorial endeble e
irresponsable. La chapuza se ha consumado y las mesas de novedades se desbordan
de novelas donde se apuesta por el campanazo del mínimo esfuerzo y la
ocurrencia de pastelazo, muchas de éstas producidas al ritmo que marcan los
plazos impuestos por el sistema de becas. No hay mejor estrategia editorial que
tronarle los dedos al escritor ávido de fama y reconocimiento express, para ver de cuál sale el
próximo best seller.
A últimas fechas instado por recomendaciones de algunos amigos y
conocidos, he leído algunas obras de lo que se ha dado en llamar
“neopoliciaco”, “narcoliteratura” y “realismo duro” con énfasis en la nota roja
más superficial. Novelas forjadas en las duras calles de un juego de Xbox, o con pretenciones de anticipación
futurista a la Orwell, pero cuyo mérito está en haber
encontrado la acertada fusión entre las influencias literarias de sus autores,
plagadas de rebeldía hollywoodense y la comida chatarra con la que engordan las
tramas. El mercado editorial sin decirlo abiertamente, acepta su fracaso como
promotor de la lectura impulsando autores que aceptan meter el dedo en el atole
con el que se pretende enganchar al lector. Una literatura pedante y vacía pero
que pretende posicionarse como Alta Literatura. Novelas con el pulso de un
guión de historieta populachera, serial de aventuras tipo El Pantera, sin una mínima idea de lo que significa vivir en
sociedades inmersas en la criminalidad global; parecen provenir de concursantes
de una “Academia” para escritores hipsters
amantes del cliché que desprecian la sociedad en la que viven, sin conocerla.
Detrás de su fascinación por el cine gore,
los sofismas y las proezas de Jackass,
aparecen algunos de sus prejuicios y limitaciones más evidentes: todos los
judiciales son gordos, corruptos, lujuriosos, hablan como personaje de Chespirito y visten como Joan Sebastian.
Sus heroínas forzosamente están buenotas y son entronas, por ende, están listas
para el acostón. Ni hablar de los “malosos”: son muy malos. Del mismo modo
acuden a la figura del periodista buena onda que deviene en detective (pero no
salvaje) noble, reflexivo y desmadroso, con un amor mal correspondido por su
ciudad (es decir, la Roma, la Condesa, algunas zonas seguras del Centro
Histórico o su símil en una capital norteña) o a una mujer que los abandona por
el éxito de alguien más. La mujer, invariablemente, se mantiene en su función
de “Salomé”. De tal modo, la creación de personajes deviene en proyección
autoral (la música que les gusta, el gadget
de última generación -no en balde ahora hay quien practica la twiteratura, otra falacia-, el director
de cine preferido, etcétera.). Cuando aparece la cocaína, basta con que un
personaje inhale unas cuantas rayas para darnos cuenta que la única droga dura
que el autor ha consumido es la cocacola.
Una sociedad movida por la indolencia y la fe en el pensamiento mágico
tiene su reflejo en un proyecto educativo fracasado, pero cuyo estandarte de su
culpa es la promoción de la lectura. No es difícil entender así, la
proliferación de novelas dignas de las calificaciones que la OCDE asigna al
país en aprovechamiento escolar. La literatura que hoy en día ofrecen a
carretadas diversos organismos e instituciones mediante programas,
presentaciones y demás actividades del tipo, poco o nada consiguen en su
propósito de crear “un país de lectores”. Donde abunda la pereza, la
improvisación, el amiguismo y el culto al éxito a como dé lugar hay muy poco de
donde tirar. Sin embargo, sólo unos cuantos autores por estrategia o perfil,
logran vender algunos miles de ejemplares con obras aptas para un país donde se
leen un promedio de 2.8 libros por año por persona. Esto parece suficiente para
que un enjambre de escritores sean considerados maduros aunque para empezar ni
sus editores los lean. Todo obedece a una lógica de mercado donde, como en toda
democracia bananera, hay la exigencia de cumplir metas para justificar
proyectos y promociones fraudulentas.
El oportunismo y la chabacanería se han instalado como prácticas
cotidianas. La carcajada estentórea, la descalificación a rajatabla, los
encumbramientos al vapor. El juego de conveniencias y envidias agazapadas tras
la diplomacia del convivio cantinero. El diálogo sensato se ha ido sin avisar y
dejó en su lugar la chacota y la mala leche. En un país desesperado y a merced
de la superstición y el fanatismo, hay temor de madurar. Mejor pondera la velocidad
de escape. Viva la cooltura. Muchas
de las novedades editoriales en el
campo de la novela nos ofrecen ejemplos de su mala asimilación de la industria
anglosajona del cine de acción y distópico.
Estos tiempos me parecen desprovistos de
sentido. No sólo tengo que vérmelas con la situación del país sino con lo que
me ofrece en el corto plazo la actividad a la que he entregado la mayor parte
de mi vida. A regañadientes tengo que aceptar que hace algunos años me convertí en escritor, y ahora me siento obligado
a exponer un punto de vista sobre algunas de mis últimas lecturas. No estoy
seguro de dónde estoy parado. Quizá sea un mal lector. James Baldwin decía que
una vida que no se examina a sí misma no vale la pena vivirse. El universo de
tantas novelas que hoy gozan del respaldo de las editoriales mexicanas,
nos anuncia el advenimiento de la
era del escritor Xbox. Olvidémonos de
la literatura como experiencia vital e íntima donde todo es riesgo y ganas de
resistir al mundo tal y como lo experimentamos día con día.
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