lunes, octubre 03, 2011

Publicado en la revista Día Siete 155, septiembre 2011


22 de marzo
Una mañana esplendorosa, soleada y sin nubes. Martes de labores luego de un largo puente vacacional. Así fue ese 22 de marzo de 2011. Yo había decido viajar en metrobús en lugar del metro para que el aire fresco me ayudara a controlar la congoja en mi trayecto al hospital de Xoco, adonde me dirigía por última vez para cerrar un ciclo de duelos y despedidas que parecían interminables. Muchas noches en vela a la espera de que una noticia alentadora me diera la oportunidad de creer en Dios.
Mi hermano menor me esperaba en su cama con el semblante inexpresivo con el que lo encontré inconciente un mes antes a mediodía en su domicilio, antes de internarlo de urgencia en un hospital público de Iztapalapa, y una semana después, durante su traslado en ambulancia a ese otro nosocomio donde el dolor, la pobreza y la desesperanza encuentran su pálido reflejo en la hostil desidia de mucho del personal administrativo y médico. El mínimo error o exabrupto se revierte en una amenaza, una recriminación o un castigo que haga más penosa la visita a un paciente. Todo funciona con la vocación de un purgatorio, o de una escuela de filosofía estoica donde se condenan todas las emociones y se exalta la apatía como formación del sabio.
Pero era un día de bienvenida a la primavera, no hay que olvidarlo. En el patio del hospital se me acercó un sujeto para decirme que entendía mi pena y que se ponía a mis órdenes para lo que se me ofreciera. ¿Y usted cómo sabe cuál es mi pena?, respondí de mal modo, y el sujeto se alejó precavido no sin antes extenderme su tarjeta de servicios.
Al poco rato me ayudaba eficazmente y por una bicoca con los enfadosos trámites para llevarme a mi hermano de ahí. Cinco horas después nos dirigíamos al crematorio de un panteón público en Xochimilco. Nos esperaba el mismo escenario de dejadez e indiferencia burocrática ante el dolor de los demás. Yo iba sentado junto al chofer de la camioneta y el agente funerario detrás, en la cabina.  A su lado iba Eduardo, envuelto en su mortaja de un blanco impecable, sin ataúd. Costaba demasiado alquilarlo y no habría velorio. La familia había pagado su cuota de penalidades y no quería las condolencias de gente que poco o nada le interesaba el difunto. Sus mejores amigos, mujer y dos hijas se habían quedado en el pasado, cuando aún tenía la vitalidad y la fortaleza de una noble bestia dispuesta a comerse la vida de una tarascada.
Todo ocurrió en esa tarde que daba inicio a la primavera. Soleada, calurosa y contaminada. Mi hermano se había despedido para siempre y a mí sólo me quedaba acompañarlo en la última etapa de su viaje sin retorno.

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