22 de marzo
Una mañana
esplendorosa, soleada y sin nubes. Martes de labores luego de un largo puente
vacacional. Así fue ese 22 de marzo de 2011. Yo había decido viajar en metrobús
en lugar del metro para que el aire fresco me ayudara a controlar la congoja en
mi trayecto al hospital de Xoco, adonde me dirigía por última vez para cerrar
un ciclo de duelos y despedidas que parecían interminables. Muchas noches en
vela a la espera de que una noticia alentadora me diera la oportunidad de creer
en Dios.
Mi hermano menor me esperaba en su cama con el semblante inexpresivo con
el que lo encontré inconciente un mes antes a mediodía en su domicilio, antes
de internarlo de urgencia en un hospital público de Iztapalapa, y una semana
después, durante su traslado en ambulancia a ese otro nosocomio donde el dolor,
la pobreza y la desesperanza encuentran su pálido reflejo en la hostil desidia
de mucho del personal administrativo y médico. El mínimo error o exabrupto se
revierte en una amenaza, una recriminación o un castigo que haga más penosa la
visita a un paciente. Todo funciona con la vocación de un purgatorio, o de una
escuela de filosofía estoica donde se condenan todas las emociones y se exalta
la apatía como formación del sabio.
Pero era un día de bienvenida a la primavera, no hay que olvidarlo. En el
patio del hospital se me acercó un sujeto para decirme que entendía mi pena y
que se ponía a mis órdenes para lo que se me ofreciera. ¿Y usted cómo sabe cuál
es mi pena?, respondí de mal modo, y el sujeto se alejó precavido no sin antes
extenderme su tarjeta de servicios.
Al poco rato me ayudaba eficazmente y por una bicoca con los enfadosos
trámites para llevarme a mi hermano de ahí. Cinco horas después nos dirigíamos
al crematorio de un panteón público en Xochimilco. Nos esperaba el mismo
escenario de dejadez e indiferencia burocrática ante el dolor de los demás. Yo
iba sentado junto al chofer de la camioneta y el agente funerario detrás, en la
cabina. A su lado iba Eduardo,
envuelto en su mortaja de un blanco impecable, sin ataúd. Costaba demasiado
alquilarlo y no habría velorio. La familia había pagado su cuota de penalidades
y no quería las condolencias de gente que poco o nada le interesaba el difunto.
Sus mejores amigos, mujer y dos hijas se habían quedado en el pasado, cuando
aún tenía la vitalidad y la fortaleza de una noble bestia dispuesta a comerse
la vida de una tarascada.
Todo ocurrió en esa tarde que daba inicio a la primavera. Soleada,
calurosa y contaminada. Mi hermano se había despedido para siempre y a mí sólo
me quedaba acompañarlo en la última etapa de su viaje sin retorno.
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