domingo, diciembre 25, 2011

Publicado en el suplemento "Laberinto" de Milenio. 24 de diciembre de 2011



Mi padre no pasaría con nosotros la Navidad. Y todos lo sabíamos. Desde 1967 radicaba en Rosemberg, Texas, contratado como jefe de un taller de joyeros. Sólo venía un mes durante el verano pues en invierno el trabajo aumentaba.
Era diciembre de 1972, yo cursaba el tercer año de primaria e iba a la escuela a regañadientes. Llevábamos casi cuatro años viviendo sin apremios económicos gracias a los dólares que mi padre enviaba mes con mes en un giro postal o a través de los amigos que él había recomendado para trabajar “del otro lado”. No recuerdo otra época de mi infancia más desahogada, por primera vez mi madre no le debía dinero a nadie ni tenía que cocinar para otros, vestíamos ropa muy buena, nuestra dieta se hizo mucho más variada (ya casi no tomábamos café Legal endulzado con piloncillo) y jugábamos con juguetes muy hermosos que llegaban por correo en fechas como esta.
Mi padre era un joyero de primer nivel, respetado entre otras cosas, por honrado. Tenía un modesto taller en el número 57 de la calle de 16 de septiembre en el centro del DF. Era un edificio frío y oscuro con un elevador de rejilla plegable, manejado por un sujeto malencarado y cojo. En todos los pisos había talleres de joyería y sastrería. Mi padre tenía muchos amigos entre todos estos artesanos mañosos hasta para pagar las cuentas de las cantinas y billares que frecuentaban por las tardes, luego de terminar con su jornada de trabajo sin horario ni certeza de ganar algo de dinero. Quizá por ello vivir en medio del azar, sin planear nada porque la vida no da para eso, me sea tan natural.
Tony Becerra, “un pocho”, había venido a reclutar joyeros experimentados.  Alguien le había hablado del “maestro Lucio” y mediante una paga que parecía una fortuna, mi padre hizo sus maletas para iniciar su aventura en una época en que no tener papeles de trabajo no significaba el problema que es hoy. Mi padre negoció unos años de bonanza familiar sin hipocresías o engaños, hubo reciprocidad en ambas partes y por eso hasta el día de su muerte, profesó un respeto por los gringos que yo comprendí muchos años después, cuando trabajé como bracero.
Esa navidad mi madre nos contagiaba su congoja intermitente, sobre todo a los hijos mayores, que entraban y salían del pequeño departamento que rentábamos en la calle de Marsella, en la colonia Juárez, para ayudar en los preparativos de la cena de esa noche. Suspiros y más suspiros. Largos. Cuando había que salir a comprar un ingrediente de último momento, más sidra por si llegaba Floria a dar el abrazo (una amiga de mi madre, bebedora dura de tacones altos, vestidos de terciopelo entallados y ocupación incierta, cuya frase de siempre decía mucho sin revelar nada: “Tanta insistencia para tan poca resistencia.”), yo me avispaba para acompañar a alguno de los mandaderos, casi siempre Pedro o Tamayo, adolescentes libertinos que apenas y obedecían a mis padres. Sus programas preferidos eran “Rock a la Rolling” de radio Capital y por la tele “Alta Tensión”, un programa de videos musicales y deportes extremos donde disfrutaban de The Temptations cantando Papa was a rolling stooooone. A menos que se metieran al baño a fumar a escondidas, yo no me les despegaba, aprendía más a su lado que haciendo la tarea.
Algo raro había en el ambiente como para que en ese departamento habitualmente escandaloso, se apreciara el sonido estereofónico de la consola que tocaba un disco instrumental de Ray Mantovani y su orquesta, una de las preferidas de mi padre. Nostalgia, el vacío de una convivencia familiar rota por la ausencia del patriarca. Para distraerme un poco fui a molestar a la parvada de periquitos australianos que mi madre criaba en una enorme jaula frente a la ventana del tragaluz de la estancia. Un poco de barullo no vendría mal en esa Nochebuena donde todo era solemnidad.
Mi hermano Eduardo, menor que yo, dormía despatarrado en un sofá. No me atreví a despertarlo, pero en cuanto abriera los ojos, iniciaríamos la cacería de cucarachas que corrían por las orillas del piso de mosaico amarillo desde la cocina. Con unos cuantos bichos dentro de una caja de zapatos les arrancábamos las patas con mucho cuidado de que no se nos escaparan, luego yo sacudía la caja bien tapada antes de dejar caer por arriba de mi cabeza las cucarachas para que Eduardo se diera vuelo pisoteándolas a carcajadas. Los regaños, los sopapos y la lavada de cara y manos con agua fría valían la pena. Gozábamos mucho con ese entretenimiento que tanto asco le daba a mi madre y a mis hermanas. Mi madre había crecido en el Hospicio Cabañas de Guadalajara, nunca conoció a sus padres. A ello y a una infancia de privaciones prolongada a sus hijos debía su temperamento explosivo y voluble. Murió de un embolia a una edad en la que hoy en día a las mujeres maduras que conozco sólo les preocupa conseguir pareja o bajar de peso.
Esa Nochebuena habría regalos para todos y una cena deliciosa con mucha carne. Pero mi madre lloraría por el gran ausente y como cada mes por esas mismas fechas esperaría su llamada de teléfono. Nos acusaría a todos de nuestros alborotos y vagancia, le diría cuánto le hacía falta para controlar a una prole que no sabía vivir de otro modo más que en una competencia feroz entre sí. La diferencia de edades era un atenuante para sobrellevarnos unos a otros, que si no. Antes de despedirse de su “viejo” como si acabaran de ver Casablanca, mi madre permitía que uno de nosotros saludara a mi padre. Hola pá, sí pá, gracias pá, adiós pá.
Después, todos a cenar con esa hambruna crónica de los pobres. Brindamos conteniendo el llanto. Al momento de abrir los regalos Eduardo y yo apenas podíamos movernos de tanto comer. Como nos habían dado permiso de tomar un poco de sidra nos fuimos a la cama con los cachetes colorados, abrazando nuestros juguetes nuevos y con un leve mareo que nos hizo olvidar la ausencia de papá.




2 comentarios:

Carlos Guzmán Aja dijo...

Saludos Juan Manuel, Soy un gran fanático de tu obra y estoy muy interesado en adquirir tus obras: Cuartos para Gente Sola Por amor al Dolar sin embargo me ha sido muy complicado encontrarlas en librerías. Existe algún lugar o medio por el que pueda adquirirlas? De antemano gracias y buen día.

J. M. Servín dijo...

Ambas novelas están agotadas ya, pero en este 2012 serán reeditadas por editorial Almadía
Gracias por tu interés. visita nuestro facebook: Producciones el Salario del Miedo