Labor
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Todo aquel que
trabaja duro, sobre todo por unos cuantos pesos, tiene vocación de maromero.
Enfrenta como pocos los riesgos de tropezarse con el paro forzado haciendo
malabares que cada vez con menor esperanza (sino de los tiempos), comienzan al
llenar una solicitud de empleo Printaform.
Convertida en autobiografía personal forzada por las necesidades del momento,
esa anacrónica hoja amarillenta abuela del Facebook, repleta de preguntas por
ambas caras, como corresponde a cualquier interrogatorio, nos obliga a resumir
el infortunio de nuestro linaje (origen, edad, escolaridad, experiencia en el
puesto solicitado, recomendaciones, etcétera). Tener un trabajo, luchar por
conservarlo o conseguirlo nos pone bajo el escrutinio de los otros: jueces y
verdugos de nuestras aspiraciones, cuando no compañeros de mal fario. Hay que
ganarse la vida como en un circo de múltiples pistas donde se suda el jornal,
para que cuando redoble el tambor de los recortes, no caigamos de ese trapecio
o cuerda floja donde no hay red debajo que nos salve del abismo del desempleo.
En este país donde gobierna el absurdo y la
tragedia, el culto a la “palanca”, donde la clase política y empresarial hacen
cuentas alegres incluso de los muertos y el futuro que le deben a las
generaciones venideras, la lucha por la vida es un agotador entrenamiento para
enfrentar en óptimas condiciones a las marrullerías y malas pasadas que nos
juega eso que llamamos “destino”. Mantener un empleo requiere más prudencia de
la que cualquiera necesita. El desempleo y la subocupación, es decir, los millones de personas que
completan nuestros ingresos con una chamba extra, siempre repuntan en la fría
estadística oficial (INEGI), la cual arropa con la mortaja del desaliento a
millones de “Ninis”. Ni que decir de los más de 220 mil prisioneros en este
país, de los que casi la mitad son jóvenes, listos a profesionalizarse como
delincuentes y a amotinarse a la menor oportunidad. El filósofo Theodor Lessing
propone que seamos perezosos en todas las cosas excepto en amar y en comer,
excepto en ser perezosos.¿No sería esto una deliciosa revancha ante el paro
forzado al que obliga la mezquindad de los políticos y el sistema financiero
internacional, a una enorme mayoría de indignados en todo el mundo? Una
revolución de brazos caídos pondría en entredicho las bondades del trabajo
asalariado que a nadie saca de apuros y sí por el contrario nos pone a merced
de la zozobra. El ocio bien empleado nos vuelve sabios y permite que valoremos
la importancia del aquí y el ahora.
El desempleo se ha convertido en epidemia. El crimen perfecto. Es
saludable renunciar a todo, excepto a la dignidad, sobre todo cuando poco o
nada se tiene. Ahí donde los favorecidos de la suerte se conmueven desde su
butaca ante la destreza del equilibrista del empleo, éste siempre lucirá
estoico en su oficio de tan complicadas maniobras para ganarse el pan de cada
día.
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