Es muy probable
que la sección más leída de cualquier periódico de circulación nacional de
México sea “El Aviso Oportuno”, y quizás, la que ayuda a que las ventas de
ejemplares impresos se mantengan en niveles aceptables. Domingos y lunes (días
en que se publican la mayor cantidad de anuncios clasificados) ponen en sus
marcas a miles de desempleados que se dan así mismos un banderazo de salida de
acuerdo a su fe en Dios o en Birján. Además de la abrumadora pero invariable
oferta de trabajo, compradores, vendedores y ofertantes de toda clase
servicios, queda espacio para lo insólito y lo extraordinario. Una pequeña grey
de anormales e iluminados tiene en el Aviso Oportuno, eso precisamente, una
oportunidad de salir a la luz y propagar, casi siempre a cambio de dinero, su
saber y experiencias en la dimensión desconocida de la realidad mexicana.
Mi razonamiento cobró fuerza luego de varias semanas de darle vuelta al
tema de una revista especializada en contracultura y repostería. Así de amplia
era su propuesta editorial. Estaba en la oficina del editor preparando un
número sobre “abducidos” por extraterrestres.
—No hay nadie en este país —afirmé convencido esa mañana de lunes— que no
haya pasado horas, días, semanas o meses consultando esa especie de oráculo de
lo improbable. Un anuncio clasificado podría ponernos en contacto con quienes
han vivido experiencias con extraterrestres.
No se me ocurría mejor convocatoria para encontrar testimonios de esa
modalidad de secuestro tan peculiar. Tampoco lo decía con convicción sincera.
Durante años recurrí al Aviso Oportuno para buscar trabajo y jamás conseguí
uno. Perdí tiempo, dinero y mi autoestima, no sé en qué orden, antes de aceptar
que esa sección de los periódicos era la mejor novela por entregas que el
mexicano promedio podía leer semanalmente, llena de suspenso, tristezas y cabos
sueltos interminables sin temor a que lo acusen a uno de perder el tiempo. Por
el contrario, nos da la oportunidad de prolongar la trama de por vida y darle
vuelcos insospechados mientras esperamos ansiosos la siguiente tanda de
anuncios como si fuera un episodio más del melodrama de nuestra vida.
—¿O no? —insistí, acercando mi vaso al editor para que lo llenara de más
cerveza. —De seguro, con dos semanas que pongamos el anuncio, llegarán
historias reales como para que la revista venda más ejemplares que el Óoooorale! Hasta dejarás de pedir fiado.
El editor aceptó mi propuesta con una actitud de a quien le da lo mismo
una cosa que la otra. Me miraba como si yo fuera un marciano. Me comprometí a
poner un anuncio en el periódico sensacionalista más leído de la ciudad, que
además debido a su enorme tiraje, no cobra los clasificados con un máximo de
quince palabras y no ofrezcan
servicios sexuales.
Ya entrada la noche, de regreso a casa a pie (vivo en Bucareli, muy cerca
de la redacción de la revista en Álvaro Obregón), cavilaba sobre el tema. La
penumbra de las calles desoladas hacía más notoria la presencia circunstancial
de los conos de luz cobriza del alumbrado público. Aparecían en mi ruta
habitual a esas horas como señales de naves espaciales que evitaban aterrizar
en las avenidas circundantes, iluminadas como parque de diversiones con
rascacielos y helipuertos donde seres de otro mundo juegan con nuestros
destinos mientras le reprochan a la ciudad su batalla perdida contra la
oscuridad. En algún momento me convencí que emborracharse con amigos es una
ilusión de inmortalidad que nos lleva a la búsqueda de lo insólito.
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