lunes, julio 01, 2013

Salud para la gente del abismo

 Revista Nexos. Julio de 2013


http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=2204221

-->
Todo viaje en esta ciudad usualmente empieza y termina en el metro. Es invierno de 2012 y sin saber exactamente lo que me espera, muy de madrugada me encamino al metro Balderas desde mi domicilio en Bucareli. Tengo la encomienda de darme una idea clara de lo que significa solicitar atención médica en la ciudad de la esperanza de no morir atropellado por un microbús o asaltado en uno, por una jauría de perros ferales (nótese el término especializado) o por alguna enfermedad crónico degenerativa.
Durante dos meses visité al azar algunos hospitales y clínicas públicas, fui  uno más de los en promedio 3 millones 800 mil personas que cada año solicitan aunque sea un alkseltezer para la cruda. Pese a que el sistema de salud del gobierno del DF está en peligro de “colapsar”, ya que entre otras desgracias nacionales el tráfico de personas al otro lado de la frontera norte incluye médicos y enfermeras.
¿Qué ganaría con escribir parte de este itinerario de tragicomedias?
Por experiencias personales previas conozco el  tema y sé de primera mano que hospitales como el General de Iztapalapa y Xoco son por decirlo pronto, franquicias del purgatorio. Sin embargo, tengo la disposición de escribir sin prejuicios surgidos de los testimonios y opiniones de quienes antes que yo y después que yo, sufren esta ciudad y sus servicios.
Al atravesar el parque de la Ciudadela me topo con un ejemplo del estado de salud física y mental de un numeroso grupo en crecimiento en la ciudad de México. Indigentes y vagabundos que habitan por decenas las calles del barrio. “La gente del abismo”, como llamara Jack London en su reportaje del mismo título, a la legión de miserables que poblaban el East Side de Londres a principios del siglo XX. Una facción acampa permanentemente en las jardineras y bancas. A esa hora unos quince individuos duermen luego que durante el día pasan largas jornadas alcoholizándose con aguardientes, inhalando pegamento PVC que compran en cualquier tlapalería del rumbo o hurgando en los atiborrados basureros del parque. Dicen que cuando el corazón está tocado, la melancolía no la reduces a cenizas con fuego y lo único que queda es ahogarla con licor (Gorki). Muy pocos de ellos piden limosna, y cuando lo hacen es en un tono respetuoso y pretendida familiaridad casi beatífica con el posible donante: “carnalito, buenos días regálame una monedita”. De pronto desaparecen sin dejar huella o son recogidos tiesos, tirados en el parque a plena luz del día, por alguna camioneta del Servicio Médico Forense. Un grupo de vagabundos bien organizado y con un estado mental coherente, había construido una enorme carpa de lonas, plástico y maderas de desperdicio justo a la entrada de lo que ahora se conoce como La Ciudad de los Libros. Ahí vivían hasta  días antes de la reinauguración de la suntuosa biblioteca, cinco personas acompañadas de sus inseparables perros, quienes por cierto, hoy en día corren el riesgo de ser acusados de delincuencia organizada si muerden a algún transeúnte. El campamento fue removido durante unos cuantos días pero los vagabundos no, y ahora se les tolera siempre y cuando ya no monten otro campamento que envidiaría un ejército legionario  en forma.
Esta madrugada de diciembre el parque está a oscuras pues el alumbrado no funciona quién sabe desde cuándo. La batalla perdida contra la oscuridad en una ciudad que se distingue por sus cientos de obras públicas sin terminar o malhechas. Cruzar el parque alerta mis sentidos pese a que por lo general no hay riesgo de asalto o de algún otro de los delitos que atiborran diariamente la sección de los periódicos que en estos tiempos de corrección política se da en llamar “Justicia”. Huele a humo de fogata y a mariguana, a orines y basura, al rocío matutino de una ciudad contaminada y sucia.
A tan solo media calle de una estación del metro, a dos calles de la Secretaría de Gobernación y a cuatro de tres de los periódicos más importantes del país, hay un gueto al aire libre de miserables que no desmerece en nada a los de los bajos fondos que Jack London recorrió durante siete semanas para escribir su mejor reportaje de largo aliento. Hay algo que no deja de inquietarme: por qué en la parroquia de nuestra Señora de Guadalupe, en Tolsá, a una calle de la Ciudadela, nadie se ocupa de brindar ayuda a estas personas y durante la noche cierran el portón del único lugar que podría darle refugio a por lo menos algunos desamparados.
Finaliza el año 2012 y lo más alto y lo más bajo de esta sociedad han llegado a límites sorprendentes para escapar de la desesperación y la muerte fortuita, sobre todo de forma violenta. Las grandes hazañas y crímenes de los poderosos y sus esbirros diariamente aparecen en las ocho columnas en los periódicos y son ampliamente analizadas y discutidas por las mejores mentes del país, pero con relación a los más miserables, poco o nada sabemos de su interminable bacanal de abandono. Estadísticas huecas, notas de relleno en temporada navideña. Eso son los indigentes en esta ciudad.
Son las 5: 30 am. Nadie más cruza el parque a esas horas de la madrugada. Los escasos peatones de camino al metro prefieren rodearlo por sus orillas hasta llegar a Balderas, donde la luz amarillenta del alumbrado público hace aún más deprimente el estrecho andador que conduce al metro entre lonas amarillas y rojas, y armazones metálicos de puestos ambulantes. Le llaman el “pasaje de los libros”, debido a la actividad principal de las decenas de puestos dedicados a la venta principalmente, de libros usados, de saldo y piratas. De pronto cruza el andador hacia una coladera una rata bien cebada, quizá hasta culta de tanto roer entre la mercancía que ahí se comercia.
Atravieso la calle en la esquina de Balderas hacia el oriente para seguir mi camino por Arcos de Belén. Voy a la Clínica de Especialidades número 5 que se encuentra a la salida del metro Salto del Agua. La ruta de tres largas calles por la avenida no cambia mucho en su lobreguez. De pronto salta entre la penumbra y los puestos callejeros metálicos uno que otro desarrapado que siempre resulta temible a esas horas.
Son casi las seis de la mañana y al llegar a la clínica del gobierno del DF tengo que reconocer que no sé nada sobre los trámites para darse de alta como usuario. Los mexicanos primero nos enfermamos y después, cuando ya no nos queda de otra, nos enteramos de lo tedioso y tardado de tramitar un servicio médico.
Unas treinta personas esperan a que comience la atención al público a las 7:30 am. Las puertas de la clínica aún están cerradas y no hay nadie que dé informes. Tomo mi lugar como el último de una fila que casi llega a la calle de Buen Tono, hedionda de basura y del pollo en canal que ahí se comercia durante el día en Aranda, la calle siguiente. Los armazones y lonas de los puestos ambulantes que a todas horas obstruyen el paso y la vista de quien circule por la avenida y busque la clínica, se amontonan cercanos al basurero a las afueras del mercado San Juan, sobre Arcos de Belén.
Gente muy humilde, desmañanada y hambrienta hace fila mientras sus familiares y acompañantes compran gelatinas en un puesto callejero frente a la clínica, o tamales a la entrada del metro. De pronto resulta difícil saber quién viene a consulta y quién a acompañar al enfermo. Las principales causas de mortalidad en esta ciudad son por enfermedades gastrointestinales. Pero sobre todo, por padecimientos cardiovasculares, de ahí hacia abajo predominan las enfermedades degenerativas: diabetes, obesidad, hepáticas. El homicidio ocupa un lugar mediocre en la lista funeraria. Las adicciones ni aparecen como causa importante.
Mujeres de todas edades, embozadas como activistas con rebozos o bufandas, en ropa deportiva, con gruesas chamarras de equipos de futbol americano profesional. Los hombres por el estilo. Gestos sombríos y pocas ganas de conversar con el de al lado. Nadie se queja por la larga espera, todos parecen acostumbrados a este tipo de penalidades.
Empiezo a deprimirme. ¿Qué voy a decir una vez que me reciban en trabajo social? Como la mayoría de los habitantes de esta ciudad, ando a la buena de dios, confiando en que nunca necesitaré atención médica. Desconozco qué tipo de documentos necesito para tramitar mi Seguro Popular, y al menos en mi autodiagnóstico cotidiano al verme al espejo mientras me lavo los dientes,  no estoy enfermo, no debo enfermarme. No me lo había planteado y me aterra pensar en ello. Decido regresar más tarde, una vez que haya desayunado y dado un regaderazo que me quite esa sensación de tragedia y suciedad que me fue envolviendo desde que salí de mi domicilio hace casi dos horas.
No sé por qué se me ocurre dejar apartado mi lugar con un señor de edad avanzada, delante de mí. Viste una gorra roja de béisbol con un diablito bordado y una gruesa chamarra de lana a cuadros, innecesaria a mi manera de ver en el templado clima cada vez más usual en la temporada invernal.
-Nomás no se tarde porque la fila avanza rápido- me advierte amablemente con voz cansada.
No le creo. De cualquier manera ese día ya no regresaré.

II
Al semana siguiente estoy de regreso en la Clínica 5. Es mediodía. El calor y la contaminación vuelen casi irrespirable el aire cargado de todo tipo de pestilencias. La lobreguez de la madrugada que cubrió mi primera vista ha dejado su lugar al ambiente de tianguis que distingue al Centro en sus horas laborales. Es una zona repleta de puestos callejeros que rodean al populoso mercado de comidas y “abasto popular” San Juan, de descarga de mercancías y de coyotaje a las afueras del Registro Civil, frente a la clínica.
El acceso está despejado. De pasar en coche sería imposible ubicar la clínica desde el arrollo vehicular debido a los puestos callejeros. Dentro se concentra el calor debido a los plafones de acrílico que filtran luz natural desde el techo. Un vigilante me mira indiferente y permite que siga hacia el patio central rodeado de consultorios. En las hileras de butacas quedan pocas personas esperando consulta. Casi todas mujeres con niños, también hay hombres al borde de la vejez. Es una atmósfera apacible y silenciosa, como corresponde al tedio de una clínica donde no se atienden urgencias. La luz solar penetra los tragaluces como una molesta intromisión debido a la sofocante temperatura y el olor acre que exuda la pobreza.
Me siento en una butaca frente a uno de los consultorios como si fuera un paciente más y espero.
¿Y qué espero?, me pregunto a los pocos minutos. Nada. Mirar a todas partes con giros de cuello de 180 grados. Diez personas que aún no son atendidas dormitan, se aprietan un grano en la cara, hurgan en una costra en los brazos o el codo, o se rascan por una irritación cutánea quizá provocada por el roce con la ropa; compadezco la dura tarea de arrullar a un niño con la boquita y las manos húmedas de baba enmielada por alguna golosina. Al igual que la obesidad, el gusto por las chamarras acolchonadas con emblemas de equipos de futbol americano profesional, la ropa deportiva de telas sintéticas en color rosa en las mujeres, la propaganda gubernamental sobre los beneficios del Seguro Popular se ven por todas partes, así como carteles ilustrados con recomendaciones para prevenir y detectar enfermedades cancerígenas.
¿Cuál de las especialidades médicas disponibles se ajusta a mi perfil clínico? Me dirijo a la oficina de trabajo social, donde en medio de dos modestas oficinas expuestas al público por amplios ventanales, hay un módulo de atención desde donde se puede estar al tanto del patio y los consultorios. No hay nadie tras el escritorio. Todo es soso e impersonal pero aseado. Minutos después aparece una trabajadora social con una ensalada de frutas de las que venden en los puestos callejeros. Se sienta tras el escritorio a comer y pasa de largo que espero a que alguien me atienda. Supongo que es hora del almuerzo. Me acerco un poco más al escritorio para hacerme presente.
—Sí, dígame –pregunta al fin la joven de gesto adusto y tono de voz hostil, a veces intimidante que he escuchado también entre el personal de reclusorios y otras oficinas de gobierno donde se da atención al público en masa.
¾¿Cómo puedo recibir consulta?
¾¿De qué está enfermo?
¾Eso es lo que quiero saber.
Aparta la vista de su ensalada, le quedan en la charola de plástico transparente unos cuantos trozos de mango y sandía. Con mirada de quien sabe diagnosticar impertinentes, dice:
¾¿Tiene Seguro Popular?
¾No.
¾Hay que tramitarlo primero. Tiene que llegar a las 7 y media. Pero hay mucha gente en la fila, por la demanda. Vienen de otros estados a atenderse y sacar ficha. Necesita traer todo eso en original y fotocopia por los dos lados.
La trabajadora social-celadora señala a una pared detrás del ventanal a su izquierda. Comprobantes de domicilio, credencial de elector y quién sabe qué mas.
¾O sea que si viniera enfermo no podrían atenderme ahorita.
¾Aquí no hay urgencias y la atención es con cita.
Me quedo con la impresión de que muy en el fondo, este tipo de funcionarios quieren desalentar al posible solicitante del servicio. Di las gracias por el regaño y otra vuelta por la sala de espera del edificio de una planta que tiene la distribución espacial de una vecindad con patio central. En lugar de viviendas lo rodean consultorios, afuera de uno de ellos, un médico sentado en el escritorio de quien probablemente hace las labores de recepcionista en las horas de consulta, lee en su palm en voz alta apenas audible. Entro a orinar a uno de los baños. Está limpio y funcionan las llaves del desagüe. Me cuesta trabajo creerlo.

III
En la esquina con el Eje Central está el Mercado de San Juan. Ahí se amontonan decenas de puestos de chucherías, piratería, películas y música de fábrica y sobre todo pornografía pirata, descrita en los cartelitos fluorescentes como “entretenimiento para adultos”. Decenas de posibles clientes se empujan en los estrechos andadores. Extraviado entre la vorágine de oferta y demanda miscelánea, hay un pequeño puesto donde un merolico grabado repite todo el día a volumen aturdidor desde un altavoz las virtudes de un medicamento natural que de funcionar, pondrá a temblar a toda la industria farmacéutica:
Para usted caballero que ya no sabe ni qué untarse. Siente que le duele la cabeza, le arde el estómago, si tiene la sangre envenenada o de plano no le coagula, se siente débil e irritable, si ha perdido el vigor y la alegría de vivir. Para usted que sufre de esa sed incontrolable o ese insomnio que no lo deja dormir. Si su aliento es pestilente y el hígado ya no le responde: Tabletas de boldo y uña de gato para el bienestar del diabético, del reumatoso, para enfermedades crónicas del hígado, los riñones, úlcera, vesícula biliar, sistema nervioso y diabetes, paño negro e irritación dolorosa de vejiga, ácido úrico y circulación de la sangre. Seis a ocho comprimidos diarios y verá la diferenciaaaaaa…
Al igual que las cápsulas “Kahuamina”, distribuidas por los “Laboratorios Roller” con supuesta razón social en Ciudad del Carmen, Campeche, y en agradable color granadina, “Reconstituyen y tonifican” y curan lo mismo anemia que diabetes o fortalecen la médula espinal, quitan el dolor de huesos y la debilidad sexual y combaten la descalcificación. La etiqueta dice que las cápsulas son una combinación de “aceites del mar” consistentes en hígado de tiburón, tortuga y bacalao. El kit de ambos productos cuesta 100 pesos, o si se prefiere hay a la venta “Vitapulmonar”, que como su nombre lo indica evita neumonías y el cansancio, el cáncer de pulmón y ayuda a la vesícula biliar.
  Los productos milagro proliferan en esta ciudad, cualquiera se ha topado con merolicos-raperos y hierberos-raperos que hacen “limpias” o venden tés para todo tipo de males, o con vendedores ambulantes que suben a los transportes públicos a ofrecer por diez pesos ungüentos y gotas como “El Bálsamo San Jorge”, “Aceite de veneno de abeja y árnica”, o “Exrey” pomada gel, “Terbinalina” o “Goycochea”, que al igual que los remedios ya mencionados, curan prácticamente todo menos la abulia, el mal humor, el pánico y la desazón del viajero habitual del transporte público. En uno de mis viajes por el metro, compré la pomada Cataflan Emulgel contra los dolores musculares, del prestigioso laboratorio Novartis, nueva, sin caducar por tan sólo 20 pesos.
Los precios de estos remedios que recuerdan a nuestra abuelita tientan la fe o desconfianza de cualquiera y los hace entrañables e indispensables en el botiquín al recordarnos la sapiencia materna que nos curaba de cólicos, empachos con hierbitas y tecitos.
La medicina moderna prácticamente está al alcance de cualquiera en una ciudad como el DF y su periferia; tendría la capacidad de mantener vivo a un porcentaje alto de la población, sana y sin dolores, aún así, por alguna razón quizá ligada al pensamiento mágico del mexicano, es muy discutible su contribución a la cultura médica del pueblo.
No obstante los decomisos y clausuras de comercios, muchos de ellos en el primer cuadro del DF,  de la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris), los productos milagro se encuentran por todas partes. Los simpatizantes de la herbolaria y de la medicina tradicional aducen que el uso de plantas e incluso de placebos como las tabletas de boldo que venden a las afueras del Mercado de San Juan, se relaciona con vestigios de una cultura precolombina que establece un contacto entre los mundos terrestre con el astral y los antepasados. Cuatro de cada diez pacientes en México en su primer malestar acuden a la herbolaria y luego a un médico general. Por muy sofisticado que sea un medicamento recetado en alguna clínica u hospital del sector salud, nunca podrá competir con placebos que prometen el paraíso de la salud y un vigor de actor porno a bajo precio. Sobre todo, porque no existe el riesgo de que el vendedor-chamán nos asuste innecesariamente con un diagnóstico desfavorable que conduzca a la diabetes. No deja de ser paradójico que en plena guerra contra el Narco, la Secretaria de Salud del gobierno federal a través del director de Medicina Tradicional y Desarrollo Intercultural, haya declarado que promoverá el uso del peyote y los hongos para el tratamiento de algunas enfermedades mentales y adicciones a drogas duras como la cocaína y la heroína.
IV
En repetidas ocasiones el Partido Verde Ecologista ha denunciado públicamente al gremio del ambulantaje, acusándolo de bloquear las banquetas y rampas de acceso especial a clínicas y hospitales, y de propiciar la proliferación de fauna nociva y basura. Para como están las cosas en este país y el ejemplo que dan personajes como “El Niño Verde”, es cuando menos, cínica. Sin especificar a qué hospitales se refería, Samuel Rodríguez Torres, dirigente del “Verde”, ha llenado de lugares comunes su reclamo al gobierno del DF y sólo demostró lo poco que conoce los problemas que un ciudadano común y corriente padece todos los días desde siglos atrás. 
Lo cierto es que cualquiera que camine por la ciudad, sobre todo en el primer cuadro, está familiarizado con las incontables manifestaciones de impunidad y violaciones a la ley en que incurren los vendedores ambulantes (que de ambulantes no tienen nada, a excepción de los llamados “toreros”), los conductores de microbús y ciertos comercios establecidos que obstruyen las calles con sus mercancías, o en el caso de los transportistas, estacionándose en doble y hasta triple fila, invadiendo las banquetas, en fin. El combate permanente al ambulantaje de parte de las autoridades del gobierno del DF, parece más una opereta donde histriones desafinados propagan logros, quejas o amenazas, según sea el caso.
En la avenida San Pablo, en la Merced, a la altura del hospital Juárez prácticamente no se puede caminar por la banqueta debido a la saturación de puestos callejeros. Los continuos operativo de la Secretaría de Seguridad Pública del DF, simplemente ignoran las zonas donde no hay obras de remozamiento urbano. Pese a los agentes de la policía y patrullas desplegadas sobre todo en meses como septiembre y diciembre, en las calles de la Merced predomina el caos y la ilegalidad a plena luz del día. Muy cerca de una de las paradas del metrobús, un policía se recarga en la pared para resguardarse del sol y el calor, mientras a su lado, una mujer acompañada de sus hijos pequeños, vende películas porno con títulos tan sugerentes como “Viejos mañosos”, “Por Detroit llego a donde quiero”.
Llego a un puesto de videos especializado en violencia real extrema: “Los operativos policiacos más gandallas”, “Las mejores peleas callejeras entre mujeres” “Peleas de perros I, II y III”, “Tiros derechos”. Piratería gore.
-¿Qué tal se venden? –pregunto.
El vendedor me mira de soslayo, finge que no me ha escuchado. Trompudo, barrigón, pero vestido a la moda. Atiende a un cliente, recibe el pago por dos vídeos (cada uno cuesta diez pesos) y entonces, mientras acomoda su mercancía responde.
-Un chingo, ¿qué vas a llevar?
-¿Cómo cuánto al día?
-¿Vas a comprar o no?
Regreso a su lugar “Tiros derechos” y sigo caminando por San Pablo. Ancianos, niños, mujeres comprando, vendiendo, algunos mendigando y pepenando, comen y toman bebidas azucaradas. En la acera de enfrente prostitutas en las esquinas y a las afueras de los negocios. Envases de plástico de refresco sobresalen de entre la basura en las calles. Obesidad y desaseo por todas partes. El bombardeo visual, olfativo y auditivo es desquiciante, de un puesto ambulante a otro compiten ruidosamente por atraer compradores a videos y cds de música grupera y sonidera. Está de moda el “Movimiento Alterado”, música norteña con apologías descaradas a las supuestas hazañas (harta coca, balaceras, viejas buenotas y autos de lujo) de cantantes ligados al “narco”. Algo así como “Gangsta grupero”, el equivalente mexicano del gangsta rap gringo. Un puesto de música se especializa en fiestas callejeras legendarias en barriadas populares con presentaciones en vivo de los Sonidos La Changa, Winners, Polymarch; “Atenco: Hasta la victoria siempre”, “Sonido La Changa en Pantitlán”. Huele a tacos de cabeza, a la grasa del suadero y las tripas gordas refritas en aceite y manteca reciclada ad nauseam, al amoniaco de la combustión de los automotores, a basura y a goma de bicicletas nuevas, es zona de refaccionarias y tiendas de ciclismo. Tengo un deja vu de mi niñez. Mi madre nos lleva a mi hermano menor y a mí a comprar en abonos una bicicleta en Casa Galván, “donde más barato dan”. Me recuerdo de la mano de mi padre comprando unos diablos, una canastilla y adornos para los rayos. Eduardo aferrado a mis hombros y parado en los diablos de una “Colibri” mientras pedaleo a la calle Villalongín. Nos gusta ir por la tarde a dar vueltas por el parque a la espera de que empiecen a pararse las suripantas en la avenida.
Le doy la vuelta a la manzana del hospital Juárez. En Escuela Médico Militar más puestos callejeros, el mercado de abasto San Lucas, hoteles de paso. El mismo ambiente áspero como el clima. Lo curioso es que no hay una atmósfera de peligro que inhiba el comercio y la circulación a pie.
Sobre Fray Servando hay un puesto callejero de metal que al principio me da la impresión de que enmarcan cuadros. Hay imágenes de Cristo, carteles y otras imágenes de artistas de la televisión en colores chillantes. Al fijarme mejor me doy cuenta que todo esta maltrecho, descuidado, corroído. Afuera del puesto hay decenas de láminas blancas con insultos escritos como salmos con plumón negro. Es la instalación de un desquiciado que no aparece por ninguna parte. El odio y el rencor  condensados en los registros de la esquizofrenia que ya quisiera para su colección la galería Kurimansuto. Más adelante, una enorme bodega utilizada como estacionamiento, taller mecánico y depósito de bicitaxis. Es una zona como muchas otra en esta ciudad protegida por la fealdad, la fetidez, la inmundicia y la degradación humana; los asaltos y las riñas callejeras. La tristeza y la crueldad de la vida hacen esquina en cualquier calle.

V
El extremo sur de la calle de Jesús María está despejado de vendedores ambulantes y vehículos que obstruyan la circulación en las banquetas. Se respira un aire de calma dominguera y hasta cierto punto, sospechosa. La entrada y el estacionamiento del Hospital Juárez están vacías, excepto por una ambulancia estacionada sin paramédicos. No hay mayor inconveniente para entrar. El enorme patio y la construcción decimonónica del fondo me recuerda más a un hotel para jubilados apacible y silencioso. Para disimular me conduzco como si de verdad me llevara ahí una dolencia o un familiar internado. El vago recuerdo que tenía de ese hospital durante el terremoto de 1985, cuando fui rescatista, no checa con lo que tengo frente a mí. Recuerdo a un soldado impidiéndonos el paso apuntándonos con su rifle a una brigada de voluntarios  a mi cargo; con agresividad y gritos innecesarios.  Recuerdo el ensordecedor sonido de las sirenas, soldados y rescatistas entrando y saliendo del hospital. Sólo queríamos un poco de aventura y saciar nuestro morbo y resultó que el terremoto nos estaba convirtiendo en héroes. Recuerdo un olor a mariguana en el ambiente, a polvo y a muerte. Me recuerdo mareado y asustado por la fuerte impresión de ver tantos edificios en ruinas con gente sepultada bajo los escombros. Salimos huyendo de ahí, buscando otro sitio donde jugar al héroe.
Me sorprende que la sala de espera de hospitalización y consulta externa, esté vacía. Es un hospital limpio y ordenado donde por la casi imperceptible actividad del personal, cuesta trabajo creer que hay pacientes internados. En urgencias sólo hay una señora de rasgos indígenas que espera el diagnóstico de los doctores. Internó a su hijo por un fuerte dolor estomacal.

VI
Algo cambió momentáneamente a mediados de 2012 cuando Graciela Coronel, hija de Alejandra Barrios, la máxima líder del gremio del ambulantaje en el centro de la ciudad, fue consignada al penal de Santa Martha acusada de sabotaje por el enfrentamiento que ella y sus agremiados tuvieron con la policía en el Eje Central. Durante algunas semanas luego de la detención de Coronel, la zona norte detrás de Catedral estuvo despejada de vendedores callejeros y resultaba extraño caminar por la banqueta sin obstáculos. La reubicación del comercio informal y el control de las calles al parecer funciona a discreción de las autoridades y de los escarmientos y arreglos a los que llegan con los líderes del poderoso gremio. Aún antes del operativo las calles más conflictivas son vigiladas por las policía. En la calle de Colombia la venta de monos de peluche, mochilas, gorras, juguetes y lencería para dama está en su apogeo.
En el interior del Hospital Gregorio Salas Flores, en la misma calle, presencio una escena ya conocida: gente muy humilde espera consulta o asesoría de las trabajadoras sociales, los muros están tapizados con periódicos murales con consejos de salud que por su  hechura elemental parece hechos por alumnos de primaria. La higiene es aceptable incluso en los baños, tengo una fijación por descubrirlos pestilentes y sucios pero no lo consigo.
Salgo a la calle buscando el acceso a urgencias y le digo al vigilante de la entrada que vengo a preguntar por un familiar. Amablemente me deja entrar. La sala de espera es pequeña, para unas quince personas sentadas en butacas alineadas en fila que parecen de arena deportiva. Una familia de cuatro personas esperan noticias de su paciente, fracturado de un brazo. Me sonríen. Al verme sentado sin decir nada, una anciana, presumiblemente la madre del jefe de familia me dice:
¾Pregunte por su enfermito en la ventanilla.
Agradezco el detalle y sentado en una butaca con la barbilla apoyada en las manos y los codos en las rodillas, asumo una posición de quien está dispuesto a escuchar confesiones íntimas de la gente que llega a Urgencias. Hace calor y la luz del exterior se filtra por los ventanales con la misma agresividad soterrada del ruido callejero.
Me paro de mi asiento cuando el hombre de la ventanilla se da cuenta de mi presencia y está a punto de preguntarme qué hago ahí. Aplico la misma mentira del familiar extraviado, digo un nombre cualquiera. Recibo la negativa y  salgo de ahí como si nada, como si por un designio de la suerte estuviera protegido contra la zozobra de tener hospitalizado a un ser querido.

No me sorprende que el comercio ambulante provoque luchas sangrientas por controlar espacios y el dinero. Un vendedor callejero gana en promedio más que un guardia de protección o un operador de maquinaria. Además, no paga predial, luz, agua, impuestos, cuotas del IMSS o Infonavit ni ningún tipo de prestación a sus chalanes (que los tienen, los más pudientes). A esto se suma ejercer una actividad al aire libre donde se goza de impunidad, chacota y sentido gremial como el de quien pertenece a una aguerrida barra de futbol. Es un ejército de millones de personas dedicadas al ambulantaje y al comercio informal. Cada metro cuadrado de calle vale mucho dinero y está delimitado y controlado. Son millones de pesos diarios. Por obvias razones la actividad es un jugoso botín para los partidos políticos. Consultando a mis proveedores de cine, música, ropa, enseres domésticos y lo que se ofrezca en el momento, un vendedor callejero gana como mínimo 160 peso al día.
Afuera del hospital a pleno rayo de sol encuentro en la calle a un indigente hediondo y renegrido por la mugre que se le pega al cuerpo como armadura contra el rechazo y la indiferencia generalizada. Es anónimo, invisible por más que su facha obligue a evadirlo. No produce mayor interés en los peatones que un diablero que chifla advirtiendo de su paso apresurado con mercancía. Se tambalea frente a las escaleras de acceso al hospital y dando tumbos se cruza la calle buscando la sombra. Es la gente del abismo. Del abismo del asar cotidiano que los lleva del franeleo, al volanteo, al robo, a la trácala, al narcomenudeo, al tiro derecho y al descontón si te descuidas, al consumo ilícito y no nada más de sustancias, a la marcha, al plantón, al subempleo y quién sabe cuántas facetas más del ingreso humillante en la ciudad de los enfermos crónicos y las políticas sanitarias inspiradas en la eugenesia. Mal comidos, mal educados y con taras mentales que los vuelven dependientes de comercios con calculadoras para hacer operaciones aritméticas simples sin iva incluido. Me pregunto por qué no se me ocurrió traer dinero suficiente para tomar una cerveza y comer en “El Taquito”, a media calle.
Entre el barullo reconozco la voz tipluda, aniñada del cantante de los Temerarios, Gustavo Ángel Alba, quien junto con su hermano Adolfo conforman uno de los grupos de balada romántica más populares del país. Más allá, en algún punto de la calle de Apartado suenan los Yonics con la voz inconfundible de José Manuel Zamacona. Se me ocurre que el estilo vocal y melódico de estos grupos tiene sus orígenes en la evangelización de los misioneros españoles en México. Al darse cuenta que los indios eran profundamente musicales la conversión religiosa resultó mucho más eficaz a través de cantos que los conducían a un éxtasis litúrgico con melodías suaves y repetitivas con las que muy probablemente acompañaban su viaje al cielo luego de morir por epidemias y el salvaje trato al que eran sujetos por parte de los conquistadores. Con el paso del tiempo bien podríamos especular que forma la génesis de ese estilo tan peculiar y exitoso de balada romántica que tanto gusta a las clases populares, sobre todo de extracción rural.

VII
Viajar en metro no tiene nada de cómodo, agradable o simpático, a menos que uno lo haga muy de vez en cuando, como funcionario público en campaña o cortando listón rojo. El transporte más populoso de la ciudad es parte de una red que comunica a la Dimensión Desconocida con la demagogia y el clientelismo. El universo de Rod Serling se recrea en cada estación, andén, pasillo o vagón.
El gobierno del DF tiene en este medio de transporte a uno de sus más eficaces medios de propaganda, pero también a una evidencia de su complicidad con la mafia de los vendedores ambulantes conocidos como “vagoneros”, por obvias razones.
Si uno hace una conexión entre la indolencia y la falta de respeto por el viajero, no es de extrañar que la Secretaría de Salud del DF haya elegido a Jorge Ortiz de Pinedo como imagen de su Campaña de Detección  y Atención Oportuna del Cáncer de Próstata, en la que estuvo acompañado de Rodrigo Murray y el imitador Tony Flores. Ortiz de Pinedo es popular por su personaje de televisión “Doctor Cándido Pérez” y por “La escuelita”, donde él y un grupo de pseudocomediantes insufribles (nótese la paradoja) se disfrazan de niños para ejecutar sketches inspirados malamente en las rutinas de carpa. Son este tipo de programas cómicos los que cuestionan la salud mental de mexicano.
En anuncios espectaculares repartidos en los andenes de la red del metro, Ortiz de Pinedo embestido con su bata blanca de doctor Cándido Pérez sonríe a los viajeros que esperan enojados y tensos a que llegue el metro, siempre retrasado y atiborrado, y en ocasiones, insospechadamente peligroso, como lo demostró el desalojo de la estación Salto del Agua, luego de que el jueves 13 de septiembre de 2012 a eso de las 7 de la noche, un sujeto atracara a punta de pistola a algunos viajeros que esperaban la llegada del tren en uno de los andenes de la Línea 1. Estresados además por la “hora pico”, muchos de los testigos del incidente recordaron que en septiembre de 2009 en la estación Balderas, de la misma línea, se suscitó una balacera donde murió un viajero que intentó detener al psicópata que abrió fuego sin motivo aparente contra quienes viajaban en la misma ruta.
De mostacho, jovial y en primer plano, Ortiz de Pinedo aparece en mis viajes y trasbordes a hospitales del norte, oriente y sur de la ciudad. Aparte de considerarlo un pésimo comediante, yo no tendría nada contra él, pero sí me parece una broma cruel su envestidura de promotor de un programa de salud tan delicado, cuando el actor Mauricio Iglesias cometió la indiscreción de declarar a la prensa de “espectáculos”, que el señor Pinedo padecía cáncer de pulmón.
Ortiz de Pinedo se vio obligado a dejar sentado públicamente que su cáncer había sido detectado a tiempo y extirpado, Hoy puedo decir con agrado que pronto estaré listo para salir a escena y presentar el segundo acto de mi vida. Dios me ha dado una nueva oportunidad de seguir haciendo teatro de calidad y series de humor, de seguir creando fuentes de trabajo para mis compañeros impulsando nuevos valores, gracias por sus buenos deseos y recuerden que la risa es el alimento del espíritu”. Habría que dejarlo enfrentar sólo con su humorismo y sin los mujeronas semidesnudas que lo acompañan en su programa, a los viajeros que cotidianamente sufren los retrasos y peligros del viaje en metro. A ver cómo le va.
Y con la imagen de un tipo que ni es doctor, no está sano ni me hace reír, viajo en el metro confiando en que los programas de salud el DF no sean un mal chiste.












No hay comentarios.: