Extracto de Vodka naka, de Georgina Hidalgo Vivas, publicado por Producciones el Salario del Miedo
Un cuento ruso
Contar el cuento. Ese siempre ha sido el requisito. A mi generación le inocularon el virus de la narrativa. En los salones de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales se soñaba con escribir como Truman Capote, Cristina Pacheco, Gabriel García Márquez o Vicente Leñero, pero al final había que conformarse sólo con diseccionar su estilo.
Se soñaba, porque la
realidad era que los periódicos estaban llenos de notas, opiniones e
investigaciones redactadas en los términos más telegráficos y aburridos. No
había tiempo ni espacio para un periodismo diferente. Ni cabezas que lo
buscaran.
En
los noventa, cuando el periódico Reforma
reclutó a toda una nueva generación de "comunicadores", el requisito
era ese: contar el cuento de una manera distinta. Y si bien ya se adivinaba que
la "tendencia" era gabacha, sería hasta la primera mitad del 2000 que
surgiría una propuesta "montesori" en la capital: El Independiente fue el periódico que haría
realidad un estilo más soft de
escribir las noticias y en el 2004, tras su artera caída, legaría al Excélsior
su misión renovadora y la mayoría de su staff.
¿Se ha conseguido?
Tras
casi dos décadas de ir y venir de una redacción a otra, de saltar de género en
género, de dar forma a periódicos y revistas, de la nota deportiva a la sangrienta
de sucesos, de la "polaka" a la nota cultural y de ahí al
privilegiado periodismo de viajes, llegué a Rusia a principios de febrero del
2010 y me quedé ahí hasta octubre del 2012.
Fui
contratada para dar forma a una televisora "internacional" en español
en Moscú. Y atestigüé de cerca la crisis de los medios masivos de comunicación.
Hoy, aunque Internet emancipó al escritor que muchos llevan adentro y le dio
autoridad, poder, independencia y hasta lectores, estas empresas parecen
reacios a darse cuenta.
Tenía
además algunas viejas cuentas que saldar con este enorme y enigmático país desde
que la Perestroika sepultó mis aspiraciones comunistas. En solo un día aterricé
al otro extremo del mundo y descendí hasta el fondo del termómetro, pero estaba
feliz. Por fin vería con mis propios ojos en qué acabó la utopía de abolir la
propiedad y dar igualdad a todos.
En
Moscú, los pedazos de sueño aún se recogen por las calles. Hay, si se presta
atención al bomzh (vagabundo) de la
esquina, hasta la posibilidad de retroceder el tiempo con solo cruzar el callejón
indicado.
Con
un ruso oxidado pero funcional me abrí paso en la nueva sociedad rusa. Seguí
los pasos de Nicolás Gógol y Dostoievski, busqué los despojos grotescos de
Rasputín y me hice fan de Catalina I, alias "la Gordis", la matrioshka más singular que ha visto la
historia rusa.
Nieve,
frío, vodka, calles anchísimas, rascacielos góticos, genios constructores de sputniks, deportistas de la más alta
calidad. Casi tres años viví en esta ciudad y a pesar del choque cultural y
climático terminé rendida ante su belleza y esplendor arquitectónico, intrigada
por sus leyendas urbanas, deslumbrada por sus palacios subterráneos, enamorada
de su gente y enganchada a sus excesos.
Veinte
años después del socialismo atestigüé el encumbramiento de la primera
generación de nuevos rusos y de una incipiente clase media que convive
nostálgica y atormentada con las exigencias de la globalización y los símbolos
del pasado.
Rusia
se posiciona nuevamente como el eje geopolítico de las potencias emergentes y con
ayuda de la Iglesia ortodoxa y los medios de comunicación sus gobernantes (viejos
lobos de mar que han sabido rodearse de tecnócratas jóvenes) moldean la cara
"amable" del país, la que quiere entrar en la Organización Mundial de
Comercio y morderle una rebanada al pastel de los mercados mundiales de armas,
gas, petróleo, maderas y tecnología.
Están listos. Nada
los detendrá. Entonces, ¿cómo no contar el cuento?
Estos
relatos muestran un país desde los ojos de una inmigrante mexicana que de tanto
soñar con la utopía comunista despertó en la pesadilla de un capitalismo
salvaje. Una mujer que pasó por estadios anímicos tan extremos como la
temperatura, pero que sobrevivió y se abrió lugar entre los rusos de pocas
palabras y corazones grandes.
Esta
es la historia de una reportera cuenta cuentos que observó con interés y encontró
un espejo, porque hay que aceptarlo México y Rusia después de todo no son tan
diferentes. Este país y su gente tienen una extraordinaria capacidad para
reponerse de todo, ante todo, sobre todos. Sus transas y malos modales
políticos; la represión y el apartidismo generalizado de su juventud; el
conservadurismo y racismo de su sociedad, son a veces como México, otras peor
que México, pero al final, tan solo un espejo para mirarnos, reconocernos y
reírnos de nosotros mismos.
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