Pareciera inevitable ponerse sentimental para escribir sobre la Navidad. Su sola evocación se impregna de esperanza y generosidad. Navidad es siempre una oportunidad para recordar dónde quedaron arrumbados nuestros buenos propósitos de todos los años. Después de todo, los recuerdos felices son como pirotecnia que se apaga bajo la oscuridad del presente.
Mientras escribo este texto lucho conmigo mismo para no aparecer ante el lector como el típico aguafiestas. Sin embargo, basta con asomarme a la calle para sentirme horrorizado ante el panorama que tengo más allá de mi ventana. El abandono, la suciedad, la indiferencia y el caos a la vista carcomen mis reflexiones sobre lo que debería de ser un tema si no gozoso, por lo menos alentador.
A excepción de nuestros gobernantes y de Televisa a nadie le queda duda de que vivimos una paranoia justificada por tiempos siniestros. Mi barrio al igual que muchas otras zonas de la ciudad y del país, sufre los estragos de lo que pareciera la cruda de larga temporada navideña donde una horda de eufóricos celebrantes saquearon la tranquilidad del vecindario dejando como registro de su paso, la inútil presencia de policías federales y vallas de acero apiladas como chatarra en los accesos principales a las oficinas de la secretaría de Gobernación.
¿Qué motivos podríamos tener para celebrar el nacimiento de Cristo en un país cuya población vive en continua angustia por la falta de empleos, seguridad, salarios dignos y por niveles de vida para una mayoría que se antojan más cercanos al siglo XIX? En su clásico relato Canción de Navidad, Charles Dickens propone a la mayoría de los problemas que asolan a los hombres un cambio de actitud hacia sus semejantes. Ser más generosos y sensibles a los padecimientos de los demás pareciera una idea cursi por no decir ingenua, en una época carcomida por la mezquindad y el egoísmo. Dickens logró con este relato darle a las fiestas decembrinas en casi todo el mundo un aire de diversión, de alegría, de unión en familia, de relaciones humanas cordiales, de encuentros de amistad, de regalos, saludos y deseos de prosperidad y de paz. Como todo artista sensible a los padecimientos mortales, proclamó a través de su melodramática historia una actitud ante la vida y ante los hombres que los lleve a practicar la benevolencia, sobre todo con los más necesitados.
La belleza de este ideal resiste a nuestras pesadillas cotidianas donde intentamos por todos los medios definir qué nos amedrenta más allá de la saturación mediática de calamidades y problemas globales. Y sin embargo, entre tanto desasosiego se nos impide refugiarnos en la melancolía.
En el prólogo a la Navidad en las Montañas, de Ignacio Manuel Altamirano, José Vasconcelos dice que este sigue siendo un país que ambiciona conquistar verdades esenciales. Esta afirmación parece expresada el día de ayer. Será un duro reto para los historiadores del futuro definir si el período que estamos viviendo en México es sólo de zozobra y temor. En un país dividido por la violencia y el encono partidista, celebrar la Navidad bajo los preceptos cristianos esenciales de amor y desprendimiento material, es un acto de voluntad colectiva que puede contribuir a reemplazar la indignación que nos aqueja. En su relato Altamirano advierte el propósito constructivo que hermana a un soldado de la Reforma con un cura de aldea fiel a su doctrina. Ambos se encuentran en las afueras de una aldea remota en el corazón de la sierra. Dialogan como compañeros de viaje. En la aldea los habitantes preparan el festejo decembrino. Todos son pobres, pero limpios de cuerpo y alma. El cura participa de la pobreza general y predica con el ejemplo: “Debo procurar el bien de mis semejantes por todos los medios honrados; a ese fin debo invocar la religión de Jesús como causa, para tener la civilización y la virtud como resultado preciso: el Evangelio no sólo es la Buena Nueva bajo el sentido de la conciencia religiosa y moral, sino también desde el punto de vista del bienestar social”.
En Contra la felicidad, Eric G. Wilson plantea que el mundo occidental desea “con el más disoluto y lascivo de los ánimos, librar al mundo de muchas ideas y visiones, de múltiples innovaciones y reflexiones. Estamos, en este preciso momento (…..) aniquilando la melancolía”.
¿Por qué debemos creer que la Navidad tiene el imperioso deber de expurgar, así sea momentáneamente, la tristeza de nuestras vidas? Esa fastidiosa compulsión por la felicidad identificada con el consumo, el altruismo empresarial tipo Teletón y el optimismo sin fundamentos del gobierno pretende ocultar la feroz lucha contra la depresión en que se encuentran sumidos millones de mexicanos. Promover como ideal la felicidad absoluta que reniega de las desgracias propias o ajenas, o que las evangeliza, es fabricar una cultura del miedo.
Estoy convencido, por propia experiencia, que pocos sentimientos son tan liberadores como la aflicción que sigue a la pérdida del objeto amoroso. Es lo más sincero al vacío existencial y a las duras experiencias de todos los días. Cada Navidad recuerdo a mis muertos y celebro que ya no estén conmigo en cuerpo presente. De este modo he podido explorar en lo profundo de mí mismo, reconocer mis limitaciones y miedos y partir de ambos, ser creativo aceptando mi crónica ciclotimia. Sé de dónde vienen mis estados depresivos y mi temperamento bilioso. Por lo menos así he evitado en lo posible, parafraseando a G. Wilson, una vida a medias, una existencia anodina como la de una oveja que descubre el sentido de su vida al momento de estar en el desolladero.
Advierto que esto no es mi intención que el lector comparta mis puntos de vista, sólo deseo que, tomando como pretexto la Navidad, reflexione sobre esa felicidad blandengue, chapucera e insulsa que llena los bolsillos de los comerciantes y prolonga la jetatura de los políticos inescrupulosos.
Hace unos días Oscar de la Renta declaró, con motivo de la actual recesión mundial, que “el lujo no está en crisis”. Sabemos que no se dirige a la gente común. El lujo es el Prozac de los privilegiados, la manifestación extrema de una depresión incurable a pesar del fasto.
Quizá la Navidad debería ser una invitación a reencontrarnos con la terrible belleza de la desdicha humana, una oportunidad para reflexionar sobre la esencia, en su momento proscrita, de una prédica religiosa a favor del amor al prójimo.
Mientras escribo este texto lucho conmigo mismo para no aparecer ante el lector como el típico aguafiestas. Sin embargo, basta con asomarme a la calle para sentirme horrorizado ante el panorama que tengo más allá de mi ventana. El abandono, la suciedad, la indiferencia y el caos a la vista carcomen mis reflexiones sobre lo que debería de ser un tema si no gozoso, por lo menos alentador.
A excepción de nuestros gobernantes y de Televisa a nadie le queda duda de que vivimos una paranoia justificada por tiempos siniestros. Mi barrio al igual que muchas otras zonas de la ciudad y del país, sufre los estragos de lo que pareciera la cruda de larga temporada navideña donde una horda de eufóricos celebrantes saquearon la tranquilidad del vecindario dejando como registro de su paso, la inútil presencia de policías federales y vallas de acero apiladas como chatarra en los accesos principales a las oficinas de la secretaría de Gobernación.
¿Qué motivos podríamos tener para celebrar el nacimiento de Cristo en un país cuya población vive en continua angustia por la falta de empleos, seguridad, salarios dignos y por niveles de vida para una mayoría que se antojan más cercanos al siglo XIX? En su clásico relato Canción de Navidad, Charles Dickens propone a la mayoría de los problemas que asolan a los hombres un cambio de actitud hacia sus semejantes. Ser más generosos y sensibles a los padecimientos de los demás pareciera una idea cursi por no decir ingenua, en una época carcomida por la mezquindad y el egoísmo. Dickens logró con este relato darle a las fiestas decembrinas en casi todo el mundo un aire de diversión, de alegría, de unión en familia, de relaciones humanas cordiales, de encuentros de amistad, de regalos, saludos y deseos de prosperidad y de paz. Como todo artista sensible a los padecimientos mortales, proclamó a través de su melodramática historia una actitud ante la vida y ante los hombres que los lleve a practicar la benevolencia, sobre todo con los más necesitados.
La belleza de este ideal resiste a nuestras pesadillas cotidianas donde intentamos por todos los medios definir qué nos amedrenta más allá de la saturación mediática de calamidades y problemas globales. Y sin embargo, entre tanto desasosiego se nos impide refugiarnos en la melancolía.
En el prólogo a la Navidad en las Montañas, de Ignacio Manuel Altamirano, José Vasconcelos dice que este sigue siendo un país que ambiciona conquistar verdades esenciales. Esta afirmación parece expresada el día de ayer. Será un duro reto para los historiadores del futuro definir si el período que estamos viviendo en México es sólo de zozobra y temor. En un país dividido por la violencia y el encono partidista, celebrar la Navidad bajo los preceptos cristianos esenciales de amor y desprendimiento material, es un acto de voluntad colectiva que puede contribuir a reemplazar la indignación que nos aqueja. En su relato Altamirano advierte el propósito constructivo que hermana a un soldado de la Reforma con un cura de aldea fiel a su doctrina. Ambos se encuentran en las afueras de una aldea remota en el corazón de la sierra. Dialogan como compañeros de viaje. En la aldea los habitantes preparan el festejo decembrino. Todos son pobres, pero limpios de cuerpo y alma. El cura participa de la pobreza general y predica con el ejemplo: “Debo procurar el bien de mis semejantes por todos los medios honrados; a ese fin debo invocar la religión de Jesús como causa, para tener la civilización y la virtud como resultado preciso: el Evangelio no sólo es la Buena Nueva bajo el sentido de la conciencia religiosa y moral, sino también desde el punto de vista del bienestar social”.
En Contra la felicidad, Eric G. Wilson plantea que el mundo occidental desea “con el más disoluto y lascivo de los ánimos, librar al mundo de muchas ideas y visiones, de múltiples innovaciones y reflexiones. Estamos, en este preciso momento (…..) aniquilando la melancolía”.
¿Por qué debemos creer que la Navidad tiene el imperioso deber de expurgar, así sea momentáneamente, la tristeza de nuestras vidas? Esa fastidiosa compulsión por la felicidad identificada con el consumo, el altruismo empresarial tipo Teletón y el optimismo sin fundamentos del gobierno pretende ocultar la feroz lucha contra la depresión en que se encuentran sumidos millones de mexicanos. Promover como ideal la felicidad absoluta que reniega de las desgracias propias o ajenas, o que las evangeliza, es fabricar una cultura del miedo.
Estoy convencido, por propia experiencia, que pocos sentimientos son tan liberadores como la aflicción que sigue a la pérdida del objeto amoroso. Es lo más sincero al vacío existencial y a las duras experiencias de todos los días. Cada Navidad recuerdo a mis muertos y celebro que ya no estén conmigo en cuerpo presente. De este modo he podido explorar en lo profundo de mí mismo, reconocer mis limitaciones y miedos y partir de ambos, ser creativo aceptando mi crónica ciclotimia. Sé de dónde vienen mis estados depresivos y mi temperamento bilioso. Por lo menos así he evitado en lo posible, parafraseando a G. Wilson, una vida a medias, una existencia anodina como la de una oveja que descubre el sentido de su vida al momento de estar en el desolladero.
Advierto que esto no es mi intención que el lector comparta mis puntos de vista, sólo deseo que, tomando como pretexto la Navidad, reflexione sobre esa felicidad blandengue, chapucera e insulsa que llena los bolsillos de los comerciantes y prolonga la jetatura de los políticos inescrupulosos.
Hace unos días Oscar de la Renta declaró, con motivo de la actual recesión mundial, que “el lujo no está en crisis”. Sabemos que no se dirige a la gente común. El lujo es el Prozac de los privilegiados, la manifestación extrema de una depresión incurable a pesar del fasto.
Quizá la Navidad debería ser una invitación a reencontrarnos con la terrible belleza de la desdicha humana, una oportunidad para reflexionar sobre la esencia, en su momento proscrita, de una prédica religiosa a favor del amor al prójimo.
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