viernes, febrero 13, 2009

Vértigo


(Publicado en la revista Día Siete 442. Febrero 2009)

No suelo irme a la cama temprano. Pero aquella noche no pude evitarlo. A una hora que identifica el habitual rondín por la calle donde vivo, de un vendedor en triciclo que anuncia su llegada por un altavoz ofreciendo tamales oaxaqueños con una grabación zumbante y chillona. Asimismo desaparece como alma en pena por la falta de compradores. Me hace pensar en un hombre mosca engendrado por el siniestro dueño de la franquicia ambulante, que explota “remasterizadas” por toda la ciudad, la leyenda de La Llorona y una película clásica de ciencia ficción.
Me sentía agotado luego de varias jornadas despierto hasta casi el amanecer y al instante me quedé dormido. Durante la madrugada me paré al baño y sorprendí a mi mujer mirando por la ventana abierta de la estancia a oscuras. Parecía una presencia sobrenatural, semidesnuda y esbelta, indecisa de saltar a la calle. La corriente de aire me provocó una placentera sensación de abandono. Desde mi posición a la entrada del dormitorio, la silueta al otro extremo me daba la espalda ajena a mi presencia; las dimensiones del espacio se desvanecían como si flotáramos en la nada, solitarios e indefensos, impulsados por las exhalaciones de los vehículos y los peatones que a intervalos cruzaban bajo la ventana.
No sentí deseos de llamar a mi mujer ni curiosidad por lo que ocurría afuera. Es la misma ciudad de siempre, turbia y estúpidamente violenta, me dije y volví a recostarme con la sola intención de dormir otro poco. Sonreí por mi descortesía pues ni siquiera hice el intento de preguntarle si se le ofrecía algo.
Cargo con la obsesión de escapar a mis dudas sobre lo que soy, sobre lo que durante una buena parte de mi vida adulta me esforcé en construir como identidad para que los demás la habitaran confiados, sin sentirme temeroso de las consecuencias. Resiento la neurosis de esta ciudad y la marejada de información que me rodea. Amigos y familia no dejan de mantenerme al tanto de lo que consideran útil a mi actividad como escritor. Por más que intento evadirme, lo único que consigo es atraer más y más noticias inútiles sobre todas las variantes de la necrofilia. Habito una cotidianidad exasperante que ha convertido a la muerte en una aburrida intrusa que nos impide a muchos alcanzar el bienestar. Estamos condicionados a la subordinación de una era de prohibiciones. A riesgo de vivir como un forajido debo aceptar sin reniegos hipocrecías encubiertas bajo buenas intenciones cívicas. La última vez que llamé manco a un manco que bebía cerveza en una cantina, los amigos con los que yo compartía una mesa, bajaron la vista y se hizo un prolongado silencio cuando comenté lo difícil que le sería al sujeto subirse los pantalones después de ir al baño.
Ciertos adjetivos y verdades resultan demasiado agresivos para una convivencia social exhausta por tantos especialistas al vapor del deber ser. Sin embargo, gracias a que en este país no significa nada cumplir la ley o acatar las normas, hay mil maneras de evitar el tedio. No celebro la impunidad pero creo que recurrimos a cualquier medio disponible para proveernos de excitación y riesgos que sacudan la monotonía a la que parecen condenarnos tantas generaciones de crisis y frustración. Es una manera de sobrevivir, pues la fe y la esperanza como dogmas no llevan a ningún lado.
Quizá sea el vértigo del vacío lo que interrumpe mi sueño, una resistencia a perder mi identidad como individuo.
Como tantas otras noches iguales, no sentí en qué momento mi mujer volvía a ocupar su lugar en la cama.

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