sábado, agosto 01, 2009

Mientras eso sucede (publicado en la revista Día Siete 464 (19/07/09)


fotografía de Moramay Herrera Kury

Esta época de miedos colectivos e incertidumbre ante la muerte, me ha hecho recordar algunas de mis emociones más intensas en momentos de duelo. Esto comenzó hace treinta años con la muerte de mi madre, a la que siguieron la de mi padre, la de mis dos hermanos mayores y un par de amigos entrañables. Pocas cosas se comparan al pasmo que antecede a la aceptación de la pérdida definitiva. No importa cuántas veces nos haya ocurrido antes, siempre tendrá la intensidad trágica de lo inevitable. De ahí que la frase “descanse en paz” conlleve un deseo de que nuestro trayecto a un mismo final sea sin angustias ni temores agobiantes.
No me queda duda de que estamos condenados a vivir y morir solos, aún en situaciones de emergencia colectiva. Pese a la cercanía de los seres queridos, nunca podremos expresar plenamente, a no ser al momento de vernos reflejados en el semblante del amortajado, nuestras emociones más honestas.
Hace unas semanas hice una visita imprevista al Museo Cementerio de San Fernando, cercano a mi domicilio en el centro de la ciudad de México. Se mantiene como en sus orígenes: pequeño, limpio y ordenado de acuerdo a la exigencias de las familias acomodadas de la época: las únicas que podían cubrir los onerosos costos de una inhumación en este exclusivo mausoleo. Los restos del presidente Juárez descansan ahí. Hoy en día llama la atención que en los alrededores sucios y alicaídos, pululen decenas de indigentes y menesterosos que parecen al acecho del momento oportuno de profanar las tumbas y tomar el lugar de sus ilustres difuntos.
Invitado por una amiga que quería retratarme rodeado de lápidas y nichos, tuve oportunidad de reflexionar sobre la barrera que oponemos a nuestra relación con la muerte. Cobijado por la apacible atmósfera del recinto en esa mañana soleada, inicié una fugaz cuenta regresiva del tiempo transcurrido en mi vida. Infancia, adolescencia y juventud extraviadas en un escenario de calamidades y alegrías efímeras. Las mujeres que se han ido y llegado. Cientos de calles inhóspitas, embriagadoras o cosmopolitas. Las cabezas ya canosas que se alejan en la memoria o me asedian como al eslabón perdido de sus nostalgias y fracasos. Sin embargo, nada de esto es indispensable para adueñarme de mi presente, con todo y las aprensiones que forman parte de mi identidad.
No busco una complicidad con la muerte, aunque debo reconocer que un cementerio de tiempos de la Reforma, se presta para ello. La sobria nobleza del conjunto y su finalidad ceremoniosa, dignifican a una ciudad legendaria por el desprecio a la vida y veneración a la tragedia. Sólo días después de mi visita, supe a través de un folletito turístico, que ée mausoleo se negó a recibir a miles de muertos de cólera durante la epidemia que azotó a la capital del país en 1833.
No tengo manera de saber si llegada la hora, reflejaré la tranquilidad de semblante que acompañó a mis muertos en su última despedida. Me daría un gran alivio irme sin remordimientos. Mientras eso sucede, una fotógrafa de sepulcros logró que alguien como yo, consolara el siempre vivo temor de morir sin que nadie honre mi memoria.

2 comentarios:

Esquina Tijuana dijo...

simplemente genial, por lo que narras y cómo lo narras.
En El Suazal (poblado ensenadense como a hora y media de Tijuana), en el panteón que durante años ha sido más bien rural, se levanta ostentosa la cuasi-casa mortuoria de Abelardo L. Rodríguez, ahí "descansan" (por no decir yacen) sus restos y los de su familia. El poblado que digo de hecho se llama El Sauzal de Rodríguez, en honor a él.
Saludos!

weendy dijo...

hola hola!
pues bien nos conocimos en la conferencia que diste en La escuela de cienias de la comunicacion en San Luis Potosi. Pues me gustaria pasaras a mi blog y me dieras tu opinion acerca de lo que yo escribo.
Y me guto mucho el fragmento que leiste ai.Mis sinceras felicitaciones por todo lo que haz hecho porque llegar hatsa alli pues no es facil..

att. Wendy